Todas la pequeñas historias que borroneamos con los años, sean reales o imaginadas, beben en un mismo pozo: los hechos cotidianos que al final, unidos, forman nuestra existencia misma ya que coexisten supervivencias que dan para poco más.
Hace unos días con un amigo lejano, en medio de un almuerzo de compromiso en la Valencia mediterránea, hablamos de recuerdos y experiencias.
Entre mundanales recuerdos conversamos de la pasión carnal y los acometidos esparcimientos mundanos, esos arrumacos que en cierta manera nos marcan y a su vez ayudan a sostener el andamiaje del deseo, uno de los cuadrantes sólidos de la existencia.
Conozco cortesanas de medio mundo y todas guardan bajo su piel brillante con sabor a lavanda, la idéntica sensación fofa y dulzona, la análoga impresión de cansancio quejumbroso de aquella primera meretriz que nos abatió sobre una tierra inclinada y húmeda en un recodo del camino bajo la tapia de una fábrica de tomate, en el brumoso barrio de nuestros impulsos juveniles.
Fue un deseo desgarrado el cual dejó un olor penetrante a brillantina pegajosa que tardó días en desaparecer. Nos bañábamos mañana y tarde y seguíamos oliendo a lupanar, a noche recubierta de desliz, a conciencia escabrosa o candidez perdida.
La segunda vez el acto libidinoso fue más sereno. A la muchacha tierna, dócil como retama, le salían de su rostro ovalado, blanco de leche cuajada, dos ojos enardecidos, brunos y profundos, dejando en el joven que uno era entonces una envoltura de ritmo ardiente que aún hoy, cuando lo recuerdo, trae a nuestro encuentro el arrebato de una inflamada ilusión.
Del suceso ardoroso no hay cicatriz alguna, sí una tenue evocación y, algunas veces lejanas, entre el aislamiento del hastío, creo recodar una respiración sobre mi rostro y en ese instante el cuerpo tirita como si un viento de secano le envolviera.
Habiendo cruzado largamente el epicentro de la vida o lo sobrante de ella, el amor a plazos con tarifa fija, sediento como pocos, medio a hurtadillas, pero incomparable por lo que guarda de gozo prohibido, es ya dentro de nosotros como el reposo del guerrero que antaño hizo batallas entre sábanas de lino a la luz de una palmatoria, y ahora solo saborea sombras en flor y cadencias idas.
Con el movimiento de los años parsimoniosos, las pasiones - buenas o virulentas - hasta las indiferentes e insípidas, se van pegando a la piel hasta forjar la capa callosa que recubre la llamada experiencia, algo que en realidad es pesadumbre acoplada a sueños truncados, anhelos no conseguidos e infortunios sin término definido.
En realidad – no posee otra desenvoltura - es la vida al relente tal como ha sido siempre.
Al final – será el tiempo definitivo y bien trillado - uno, no habiendo aún llegado a ser oscuridad sin contornos, sigue sintiendo por estas mujeres envueltas en luz de gas en rincones repletos de luciérnagas, ráfagas de efervescencia estimas y agradecimientos , y es que las cortesanas de la noche, al ser todo en ellas avidez y ritmo, sangre encendida, sudor pegadizo, conocen, a la hora del alba, a los hombres sedientos como uno y ven en nuestra mirada la juventud rota y los sueños truncados.
Son aves haciendo nido en un viejo palomar: el nuestro.
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