Nuestro viejo continente de las civilizaciones, la filosofía y el humanismo, se hallaba aun en calma sobre unas tierras de trigo, olivos, almendros, algarrobos y unas costas con piélagos azulinos.
Unido a esa exuberante agricultura, llegaron a sus playas civilizaciones ceñidas en cántaros de miel, poesía épica, melodías para las columnas de Cartago y de Creta, mientras los trovadores de Capri, en la bahía napolitana, sembraban de azafrán los campos de Trípoli y Alejandría.
En un tiempo, solíamos venir a sentarnos a estas orillas. Éramos jóvenes, fantaseábamos a gritos, y palpábamos la luz de la luna con nuestras propias manos para hacer luciérnagas. Media esperanza se entretejió entre las ramas de sus pinares negros.
Una tarde, antes de nuestra partida para ir a “hacer las Américas” y comenzar una nueva singladura que aún no ha encontrado sosiego, abrimos un hueco en la arena y enterramos el libro “Amirbar”. Estaba roído del uso y en cada página guardamos una efervescencia insondable. Estábamos seguros de que ella – la mar océano – comprendería las palabras del Gaviero y jamás nos olvidaríamos de ellas:
“Los días más insólitos de mi vida los pasé en Amirbar. En Amirbar dejé jirones y buena parte de la energía que encendió mi juventud. De allí descendí tal vez más sereno, no sé, pero cansado ya para siempre. Lo que vino luego ha sido un sobrevivir en la terca aventura de cada día.”
Un tiempo después, Álvaro Mutis, El Gaviero y yo, nos introdujimos en el agua salada de los anhelos ansiados y, en cierta manera, aun seguimos ahí.
En cierto momento, durante un coloquio en Caracas, expresó Murtis:
“El siglo que me hubiera gustado vivir es el XVIII, con toda su carga de cinismo, de libertinaje, de elegancia, de bien escribir... Esta época de ahora es exactamente la época en la que no hubiera querido vivir jamás, y me duele que la vivan mis hijos, y me da mucho coraje por mis nietos”.
Este tiempo actual se ha convertido en incesante agonía. La mitad del planeta se halla envuelto en campos de conflagraciones, sangre cristalizada y ciudades arrasadas.
Ya se habla en forma barahúnda sobre la Tercera Guerra Mundial.
Hace un tiempo, hallándonos en el Caribe venezolano regresamos al Mediterráneo a restañar heridas, y esas aguas que tornaron a recibirnos, y en las que Hércules levantó sus columnas, y escritores como Constantino Kavafis, Lawrence Durrell, James Joyce, Paul Bowles o Naguib Mahfuz, tañeron sonidos de caracolas y desnudaron sus propios anhelos, nos recibieron sin reproche.
Habíamos venido a calmar las contusiones de aquel continente llamado de la esperanza que poco a poco se fue volviendo añicos, y ahora se halla desguarnecido sobre un horizonte que tanta luminiscencia expandió.
Convivir hoy con tantas fístulas, está secando nuestro propio aliento, mientras los clarines bélicos no dejan de sonar.