El andariego ha dejado Tánger camino del sur sobre campos de chumberas, roquedales y estrujados palmerales, y ha llegado a Fez, la más imperial las ciudades de Marruecos.
Nos hospedamos en el Jnan Palace, una atalaya cercana a la sorprendente Medina, la misma que sigue guardando en sus pasadizos a silenciosos habitantes anclados en la Edad Media.
Ellos continúan laborando a mano la añeja artesanía, y tiñendo el cuero en el barrio de los tintoreros como se hacía en tiempos de Muley Edris II, constructor de la ciudad e hijo del primer soberano del trono alauita.
Es de noche y el aire propaga olor a especies.
A la escritora Fatema Mernissi, la conocí en Oviedo cuando recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Hasta su muerte tuve cortos contactos.
Ella describía, tomando un té verde con hierbabuena, la historia homérica de su ciudad para que el tiempo no se hiciera olvido ni piedra caliza:
“Nací en 1940 en un harén de Fez, cinco mil kilómetros al oeste de La Meca y mil kilómetros al sur de Madrid, una de las peligrosas ciudades de los cristianos. Por alguna razón, decía mi padre, cuando Alá creó el mundo separó a los hombres de las mujeres y coloco un mar entre musulmanes y cristianos”.
Fueron los árabes musulmanes andaluces los que dieron gloria y esplendor a Fez. Son sorprendentes sus palacios. Uno ofrece grabados en bronce sobre madera de cedro; aquél, arabescos, columnas y ventanales ensortijados. En otros hay patios enlosado de mármol con piedras de ónix; y fuentes, mucha agua, cuyos chorros al caer de una altura predestinada, parecen canto de pájaros, sonidos de campanas o repiquetear de cantos conventuales en escuelas coránicas.
Desde los profundos pueblos del Atlas llegan a este reino jerifiano los campesinos beréberes con sus hechizos para perderse por la Medina salpicada de bruma, siempre al encuentro del mundo bullicioso de comprar y vender.
El zoco es una colmena zumbadora donde los alfareros, carboneros, carpinteros, herreros, tenderos, carniceros, sastres, guarnicioneros y aguadores, esparcen sus mercancías en una permanente irisación de luz. Y griterío, palabras afanosas entre un enredado arabesco de callejones.
El caminante se envuelve de sabores, patios con voces colmadas de una catarata de sonidos envolventes, que llevaremos con nosotros cuando partamos hacía Rabat, ciudad imperial, en la que tenemos una cita en sus amplias calles y plazas, que de tanto andarlas en otras visitas, parecen ya algo muy nuestro.
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