Lo supimos en un amanecer a orilla del Río la Plata, mientras escuchábamos las últimas estrofas de un tango periférico tras una noche larga de mate y alcohol barato, despidiéndonos de aquellas heredades rioplatenses.
Llevamos en las alforjas de la reminiscencia unas palabras inolvidables: “El tacto es el recuerdo más viejo que tiene el hombre, y lo lleva en los rincones de la memoria pampera”.
Había sido un convencimiento iniciado de lejos, tal vez antes del tiempo de la memoria misma: la muchacha de mirada queda, ausente o ensimismada siempre, flaca y endeble, rozando las habitaciones de la vivienda, más sigilosa que el propio silencio, se había convertido en mujer, y comenzado cual crisálida, saliendo al encuentro de la vida con la fuerza de un viento del sequeral antes de la sementera
Es bien sabido en la pampa que ese desdoblamiento interior crea picazones en el cuerpo.
El joven gaucho, siempre al mirarla sentía un ardor en el pecho envuelto en sudor pegadizo. Quemaba, y era llama de un escozor intenso, zarza sin consumir, alegría suelta y exuberante.
En la noche del llano pampero, mochuelos borrachos con lubricante del quinqué, merodeaban nuestras querencias en esos tiempos de desnudez completa.
Nada nos concernía, ni el viento brutal ni la envidia salida de las ortigas del río, al estar ella en la edad en que todo corazón necesita paladear ternura en cada escondrijo de su piel luminosa.
Hoy, ahora mismo, en esta Valencia mediterránea que ampara añejos afanes, contemplo sobre el papel ya amarillo viejas líneas. Alzo la mirada hacia el pasado, y creo abrigar las primeras reminiscencias ya superadas. El tiempo posee la dádiva del olvido.
Al ser al día de hoy - tras años de otoños y primaveras - nuestra existencia un sendero de encrucijadas añosas, y tras años de embriagadas humedades en la piel, quizás la causa de este embeleso nostálgico sobre los días idos, se halle envuelta en un ovillo de larva, sin darnos razón de que la existencia humana siempre ha sido acrecentada sobre vivencias nostálgicas.
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