Cuando se lea esta columna continuaremos en Londres, la antigua London del medievo, para observar, más que ver, el imponente acto religioso que coronará rey a Carlos III, junto a su consorte Camila, suceso histórico en la emblemática Abadía de Westminster.
Sin temor a equivocarnos, la - Londinium de los romanos - continúa siendo una metrópoli con aroma a té, sabor a ginebra y niebla cuajada.
Hemos llegado a la orilla del Támesis de la mano de una biografía sobre Disraeli, escrita por André Maurois.
En sus páginas asumimos al escritor francés, en las vivencias de un hombre de penetrantes ideas progresistas, habiendo sido una figura humana sorprendente, la cual marcó en calado parte de la historia europea e inglesa del siglo diecinueve.
El Londres que estamos transitando tras unos cuando años sin volver a visitarlo, aparece ahora con un entusiasmo desmedido y alguna irreverencia. Quizás sea que estemos caminando entre luces y sombras, las travesías del Soho en la West Ende, con su mezcolanza de restaurantes y ocio noctámbulo, aunque solamente lo hacemos a salto de gorrión de casero vuelo.
La primera vez que llegué a la ciudad, fui cómplice de continuos extravíos, y es que Londres, como la piel de una mujer hermosa, necesita ser recorrida pausadamente, mano a mano, de sorpresa en asombro.
Y así, cuando abandonemos la urbe, realizamos un peregrinaje al pie, al “santuario” - Palacio de Kensington – lugar donde continúa perdurando el recuerdo de “Santa Diana casquivana y virgen”, que de todo hay en viña del Señor, mientras la memoria la sigue bañando en perfume de sándalo, y rosas llegadas Cachemira, cuando ese valle era reposo del reino inglés.
Hubiera querido ir a Londres sobre las palabras de Ben Okrí: por Dickens y Shakespeare. Pero en nosotros, una coronación real, quizás también sufrague una visita.
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