En una pulpería de Cartagena de Indias recién desembarcado de la Isla de Aruba, alguien - después supe su nombre: Maqroll el Gaviero - con una botella de ron Cacique venezolano en la mano, anunció con voz retumba estas palabras:
“El siglo que me hubiera gustado vivir es el XVIII, con toda su carga de cinismo, de libertinaje, de elegancia, de bien escribir... Esta época de ahora es exactamente la época en la que no hubiera querido vivir jamás”.
Hablaba con la hipocondría del marino padeciendo fiebre de heno.
Dos días en tierra firme y una tarde tumbado en la pensión ‘El pirata piraña’, se le pasaría la borrasca y volvería a hacer planes para ir en busca de El Dorado.
Él sabía que el mar de los caribes no es solamente una idea anegada de mitos, sino una alucinación ineludible.
Con Maqroll El Gaviero, mi persona – marino de tierra firme en el Gijón de mi infancia – puede recorrer en su buque las costas margariteñas, los océanos recónditos hasta amarrar en los malecones de puertos exóticos, con besos fogosos de mujeres esperando en el bar de la bahía, y el sabor empalagoso del vino macerado en cráteras griegas.
En un tiempo en que regresamos a puerto tras subir Cabo de Hornos a Comodoro Rivadavia, Mar de Plata y, tras mucho bordear, entramos en Recife.
Ablución de agua clara, chinchorros, juego de barajas, vino y peleas de gallos. Dos semanas no más y salida hacia la isla de George Town, en mitad del Océano Atlántico Sur.
El piélago era una balsa platinada, y una vez en la capital de Liberia, el desplazamiento se hizo apacible entre la costa africana buscando el norte, al encuentro del Estrecho de Gibraltar.
En esas aguas en las que Hércules levantó columnas, y Constantino Cavafis, Lawrence Durrell, James Joyce, Paúl Bowles o Naguib Mahfuz, tañeron sonidos y desnudaron sus propios espectros literarios, fuimos recibidos.
El mar de la filosofía y el trigo, estaba quieto. Sobre esas bocanadas saladas vinieron a sus playas de arena blanca, civilizaciones envueltas en cántaros de miel, poesía épica, melodías de Cartago y de Creta, mientras los bardos de Sorrento sembraban de azafrán los labrantíos de Trípoli y Alejandría.
Tiempo atrás, estando ya en la costa valenciana haciendo parada y fonda, solíamos venir a sentarnos a estas orillas.
Éramos parte del mocerío, y acariciábamos la luz para hacer luciérnagas. Media esperanza se entretejió entre las ramas de los pinares del El Saler y nuestras añoranzas caribeñas
Al presente, nos hallamos encallados a manera de conchas y guijarros, en la playa de Malvarrosa.
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