Sobre aquel periplo entre idealizado y vivencial entre heredades de Israel (Yerushalayim en hebreo, Al-Quds en árabe), la tonalidad de las piedras penetrar en los ojos como un ramalazo de alborada, y en ningún otro lugar, la tierra, seca, ondulante, generosa aquí, hiriente allá, se hace piedra caliza que, aun
siendo imperecedera y dura, casi se amasa con las manos.
Uno llega a la ciudad de Sión levantada sobre las colinas de Judea, los fértiles campos por un lado y el árido desierto del valle del Jordán por el otro, siente como ese lugar de culto para judíos, cristianos y musulmanes le perteneciera a uno desde siempre.
Tres veces, a lo largo de los últimos años, hemos caminado entre las estrechas callejuelas y “souqs” de su ciudad antigua, Jerusalén, en donde se extiende el camino del Calvario, los restos del Segundo Templo (recorriendo el profundo y largo túnel del Muro Occidental donde uno toca las piedras imperantes levantas por Herodes); la Cúpula de la Roca, el tercer lugar más sagrado para el Islam, y siempre el pasado nos ha ido alcanzando, haciéndose tumulto y desmenuzada el alma repleta de creencias y mitos inmemoriales.
No obstante, la Jerusalén actual, envuelta en los duros acontecimientos políticos, con atentados, sangre y muerte, está dejando insondables cicatrices en sus piedras y en el rostro de sus gentes, crisol humano de una extensa diversidad, donde se habla, en el cotidiano vivir, hebreo, árabe y decenas de otras lenguas inmemoriales, tal vez más antiguas que el mimo tiempo, al haber llegado desde el mismo misterio instante de la creación del Cosmos.
En ninguna otra parte del Universo se zarandea la cardinal primogénita de aquella ciudadela de Babel, al haberse levantado sobre ella el absoluto desbarajuste de la propia idiosincrasia humana.
La gran metrópoli de Jehová, poseerá diferencias religiosas y comunales, y aun así, sobre esta gama de entelequias formada por una caterva cultural de nativos para tres imperecederas religiones, mezclada con mesorientales, europeos, americanos, africanos y asiáticos, es la que hace de Jerusalén una cuna abierta, tolerante y libre por encima de la tensión existente, y cuyo deseo de tolerancia se hurga, casi con el aliento, en el ambiente acuoso que llega del mar de Tiberiades.
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