El “Vademécum de la vida”, largo, complejo, posee unas 35.000 páginas (genes) y en ellas está el contenido de los que somos como seres humanos. Cada una de las incertidumbres, pesares, alegrías y anhelos. Añadamos las querencias, eso que llamamos nuestra forma humana.
Una existencia es una ecuación numérica, un difícil jeroglífico instalando en el lugar apropiado.
Pretendemos conocer de qué estamos formados aun faltando saber el origen de habernos convertido en seres capaces de escudriñas las inmensidades del Cosmos, como ya lo está haciendo el telescopio espacial James Webb lanzado por la NASA.
Cuando se descubrió el germen de nuestra vida hubo sorpresas, al poder ver únicamente un tercio de lo esperado, alrededor de 31.000 genes, poco más que una planta y el doble de un gusano. A la par algo despejado: negros, blancos, cobrizos o criollos, todos somos idénticos. No existe ni la más mínima diferencia entre todas las razas existentes.
La primera aplicación del mapa secuenciado del genoma se abrió para conocer las enfermedades relacionadas con la genética y, consecuentemente, el hallazgo de las formas de combatirlas.
Conocer los puntos genéticos que identificar a una persona, permitirá a los especialistas determinar por qué un paciente responde de forma negativa a una terapia, qué clase de fármacos serán totalmente eficaces y, en definitiva, abrirá el campo a una nueva generación de medicina preventiva la cual cortará de cuajo las grandes y terribles enfermedades que aún asolan nuestra existencia.
Hoy es fácil sustituir las funciones del corazón por las de un pequeño artefacto La inteligencia artificial será comparada a la humana. El “homo erectus”, con su pequeño cerebro de poco más de 1.500 centímetros cúbicos, se terminará uniendo en campos biológicos con cartílagos de acero o latón, y todo será tan rápido en esta interconexión que los sueños de Casio serán diáfanos y trasparentes.
Cada paso que se avanza en la ciencia nos indica que nos hallamos ante la gran revolución de la existencia, la autopista directa para vivir más, y aunque tal vez ello no nos salve de nuestras permanentes intenciones de destruirnos los unos a los otros, hallar la forma de no hacerlo.
La prueba a mano más doliente hoy ante nuestros ojos, esa brutal guerra de Ucrania que pudiera convertirse en un cataclismo planetario.
Amargamente, el gen de la responsabilidad ética y moral de nosotros los humanos, aún no ha sido descubierto.
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