Corto regreso a la tierra amada

Si intercede la providencia y el céfiro del norte nos es propicio, subiré unos días con mi esposa, de la costa mediterránea en la que sosegamos la existencia   al socaire de ese lago de las civilizaciones de nombre Mediterráneo – el  Mesogeios  de los griegos - al encuentro del Principado, esencia de nuestros mayores, envuelto él entre el arrumaco   del orbayu y los algodones de la niebla. 

Y cada vez que sucede eso, el niño de entonces se ve correteando por los inclinados huertos de la tierrina amada. La existencia por ese entonces era serena.  Huertos, caleyes o esquinas, lugares para jugar al escondite y comenzar en solitario las primeras escaramuzas del amor.

Aquellos cipreses erguidos, cimarrones duros contra el aire, nos asombraron siempre y aún hoy lo hacen, al seguir sintiendo por ellos, cuando retornamos a contemplarlos, el mismo respeto silencioso del monje trapense.

Cada tramo de Asturias está envuelto en un apego imposible de olvidar. Tal vez no sepa el terruño venerado de nuestra devoción hacia él, al haber querencias revestidas de los vientos   alisios de la expatriación.  

Un día, si aún fuera posible, quizá vaya al encuentro de la razón de esta enfermedad construida de nostalgia, y ante ese mar de mis esperanzas, en los desniveles de estos surcos verdes en donde bebí todas las brisas del norte, esparciré sobre ella esa profunda herida   que no hiere, y a su vez acaricia, para con ella tejer partículas de eternidad. 

 Más de una vez en nuestros escritos recordamos esas raíces almohadilladas de añoranza. Cuando eso sucede, el ánimo se llena de evocación y los ojos se cubren de escarcha. A ese desasosiego, a ese vaho a nostálgico lo llamamos “morriña”, lo que para los gallegos es “saudade”, palabra con la que santificaron toda cada una de las nostalgias del emigrante. 

En el venerado rincón marino de mástiles sin sombras del que salimos al mundo, el barro Llano del Medio, calle Eulalia Álvarez, en Gijón, ya nada es igual. El pequeño de entonces observará las fachadas de las moradas, buscará algo que le recuerde juegos, travesuras y los primeros resquicios de algo convertido más tarde en una dulzura de ternura primeriza. 

Ya nada es igual. Cambió cada brisa para mejor, y, aun así, entre el fulgor del tiempo ido, habrá semblantes dolientes, congeladas sonrisas, y será como ir al encuentro de los inclinados prados de Ceares,  convertidos ahora en un    labrantío colmado de querencias. 

 

rnaranco@hotmail.com



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