Garrapatear palabras sobre la tragedia de Ucrania es igual aún destroce interior que no cesa y sabe a sangre entre ortigas. Los vocablos, que hace poco tiempo aún servían para amainar el sufrimiento que comenzaba con la invasión rusa, ya están requemados sobre docenas de cadáveres desmembrados, y únicamente una voz aterrorizada lo supo señalar: “Ojos hay únicamente para llorar”.
Cualquier relato de estos aciagos días, es una necrología descarnada de Curzio Malaparte arrancada abruptamente de algunas de las páginas de “Kaputt” o “La piel”, y servirán cual cortinón de fondo a esas cronistas de guerra adosadas a una nueva Apocalipsis.
Cada columna de prensa en papel o en medios audiovisuales, cuenta sucesos espeluznantes. Cada editor de turno no necesitará retocar la mirada de un niño sangrante, el cuerpo destrozado de una madre adolescente o martirizarán sobre la propia crónica enviada con urgencia, una violación vista alguna vez en una representación teatral del marqués de Sade con los recluidos del Hospicio de Charenton. Los punzonazos del dolor hacen que el propio espumarajo hiera.
Arturo Pérez- Reverte, que se ha movido con desconcertante maestría entre la literatura y el periodismo de combate a modo de un maestro de esgrima, relataba los acaecimientos de los cronistas de hostilidades… “Para un reportero en una guerra, territorio comanche es el lugar donde el instinto dice que pares el carro y des media vuelta; donde siempre parece a punto de anochecer y caminas pegado a las paredes, hacia los tiros que suenan a lo lejos, mientras escuchas los pasos sobre los cristales rotos. Territorio comanche es allí donde los oyes crujir bajo tus botas, y aunque no ves a nadie sabes que te están mirando”.
Cuando Reverte trazó esas líneas, había dejado atrás los conflictos bélicos.
Al presente la estirpe de los corresponsales de batallas lleva teléfonos satelitales, cámaras de visor ultrarrojo y escriben con teclado electrónico al éter sobre el salvajismo con un rigor que brota saliva sangrante, y nos hacen ser testigos del desgarre doloroso que no cesa.
Sófocles – padre de la tragedia – ya encorvado y acariciando la muerte al trasluz de su mirada anublada, borroneó plenamente lúcido: “No haber nacido es lo mejor”.
Con esas palabras, el autor de “Antígona” y “Edipo rey”, pretendió desgajar sobre la propia sangre el perdurable sufrimiento humano, ahora acerbamente presente en las tierras de Ucrania.
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