Vladimir Putin fue hombre de la Lubianka, sede del Comité de Seguridad Soviético, más conocido por sus siglas: KGB.
Nació en Leningrado, que antes había sido San Petersburgo; la guerra la hizo Petrogrado; la Revolución comunista, Leningrado. La Perestroika le devolvió su antiguo nombre imperial.
Es una urbe de piedra levantada sobre un pantano y eso ayudó a decir una exactitud: la ciudad no nació, sino que fue creada.
Putin estudió derecho, ingresó en el Servicio Secreto soviético en 1975 y se le destinó a Alemania del Este como agente. A su regreso, fue ayudante y vicealcalde de San Petersburgo, y en 1996 lo llamó Yeltsin a Moscú.
En apenas cuatro años cambió su vida. Pasó de la sombra a la luz del poder. Una vez allí, le crearon una historia oficial. Rasgos nuevos, gestos limpios, credenciales políticas, sapiencia diplomática, y lo supo hacer siguiendo los recovecos de los antiguos poderosos zares.
Lo cuenta un experto que conoció los pasillos de la Lubianka: “La imagen de marca del KGB es un fuerte espíritu corporativista, una cierta manera de ser deportiva y ascética, un verdadero culto a la idiosincrasia estatista” y, sobre todo, una tendencia a dividir a las personas en ‘amigos’ y ‘enemigos’ del Estado.
En ese aspecto todo lo hizo bien. Jamás preguntó ni insinuó nada y lo más importante y valorado: consiguió, trabajando como un gatopardo, mucha información comprometedora contra los adversarios del presidente Boris Yeltsin, protegiéndolo así de seguras investigaciones de corrupción.
Putin posee carisma y una atracción personal que infunde confianza. Habla poco, lo necesario, y escucha mucho. Como no está preparado intelectualmente, los mutismos le dan un aire de sapiencia que ha elevado su prestigio y liderazgo.
Su método más triunfante fue la guerra de Chechenia. Y dio resultado. Mientras la Europa de la OTAN atacaba despiadadamente Yugoslavia debido a Kosovo, y Milosevic era considerado un criminal de guerra, Putin recibía de Occidente el apoyo del silencio.
Había una razón esos días: salvar la débil democracia rusa. Desde esa época se mantuvo en el poder hasta convertirse en nuevo zar. Asumió todo el mando de un régimen personalista.
En el libro “Los Romanov”, hay un epílogo donde se explican las palabras de Marx: “La historia se repite, primero como tragedia y luego como farsa”.
Después de 1917 ningún zar más gobernaría Rusia, y aun así los que llegaron detrás del fusilamiento de Nicolás y su familia, adaptaron y mezclaron el prestigio de los Romanov con el “Zeitgeist”, la palabra alemana que expresa “el espíritu del tiempo”.
Cierto día Putin hizo una pregunta centrada en los traidores más grandes de Rusia. Él mismo respondió: Nicolás II y Mikhaíl Gorbachov. “Ellos dos permitieron que quienes los recogieran fueran una pandilla de histéricos y de locos”. Y a continuación matizó algo que hoy se comprende en su totalidad ante su enorme poder y su acto cruel sobre Ucrania:
“Yo no abdicaré nunca”.