Durante aquella mañana romana íbamos de la mano de Stendhal, un cicerón de lujo cuya compañía implícita, al saber tasar la obra humana, fue de una ayuda inconmensurable.
El libro que nos acompañaba era "Paseos por Roma", fruto de tres viajes a Italia. El primero en 1800 cuando acompaña a las tropas de Napoleón y se instala en la ciudad del Vesubio, siendo subteniente de caballería. En ese tiempo, tras haber seguido con pasión desmedida al Corso, descubrió que el poder supremo envilece y, cuando llega al límite máximo, es un frenesí que arruina la propia autoridad, la embriaga y causa delirio.
Once años después regresa para comenzar su “Historia de la pintura en Italia”, cae en los brazos de Angélin Bereyter y es el inicio de un turbión amoroso en las tierras de Petrarca.
En julio de 1827, en compañía de un grupo de amigos, entre los que hay varias damas, viaja a Nápoles, Ischia, Roma y Florencia. Llega a Milán de regreso a París, y es expulsado por la policía austriaca en ese entonces dueña de la ciudad.
A la búsqueda de un empleo en las orillas del Tíber, trabaja en el vademécum de la Ciudad Eterna, y cuyo texto en estos momentos, mientras hilvanamos la croniquilla, se aletarga sobre la mesita de noche en el apartamento cercano a los Jardines de Viveros en Valencia, ciudad mediterránea en la que hemos encallado y será ya el reposo definitivo.
En sus hojas manuscritas Stendhal advierte que esas letras son el resultado de una caminata, y fueron escritas sobre el terreno o por la tarde al regresar, ya cansado, al hotel.
"Supongo – dice mirando el Coliseo - que alguna vez alguien llevará uno de estos volúmenes en su bolsillo al recorrer Roma por la mañana”.
En esta ocasión nosotros no hemos tenido apego por esas páginas-guía, al haber preferido ese día la isla de Capri, las costas de Sorrento y los aledaños de la península Sorrentina, es decir, volvimos a ser errabundos reconvertidos en transeúntes de calzadas, tabernas y roquedales sombríos.
Las costas napolitanas saben a pescado salobre, pizza, vino macerado, callejuelas tarambanas donde todo es posible a la clara luz de sus días incandescentes con gaviotas reidoras y paseos brumosos sin rumbo entre torreones y atalayas.
¿Y la vida tal como nos cobija en este ir haciendo rondas? Un zumbido nada más sobre las sendas que atraviesa el paseante. Sin ella nos sentiríamos parias, la libertad se congelaría y ya no seríamos viajeros, sino emigrados con la necesidad de cambiar a Stendhal por los poemas de Constantino Kavafis y buscar con ahínco la anhelada Ítaca de los farallones sin retorno.
Antonio Machado lo había dicho al paso del río Duero en la Soria de los álamos erguidos: “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”.