Todo hombre o mujer es un nirvana en sí mismo y todos unidos, la esencia de la eternidad. Fue el propio Jesús de Galilea, el Cristo, quien lo señaló: “Quien cree en mí, no morirá”. Y media humanidad lo afirma por mediación de esa esencia llamada fe, un ensueño que uno concibe un poco mejor leyendo “El sentimiento trágico de la vida”, de don Miguel de Unamuno.
Señalan las trompetas de los científicos, nuevos superhombres, que, en probetas de ensayo, sobre el papel con guarismos y caldos fermentados, paralelos a la Cábala, surgirá el nuevo inmortal, el súper Adán del futuro que poseerá el máximo poder para hacer de la humanidad un edén en la tierra.
Le inyectarán enjundias para que la maldad decrezca y la bondad aflore por cada uno de sus intersticios. Era la anhelada alucinación de Parcelso, Miguel Servet, Campanella y Leonardo da Vinci, entre otros alquimistas del siglo XVI.
No se sabe con certidumbre, pero es probable y casi confirmado, que llegará el amanecer cercano en que la humanidad seduzca a su semejante con cristalina pasión, en lugar de malograr y destruir su aliento.
Tal vez sea una ofuscación, y aun así, hemos contemplado que los descubrimientos de la ciencia abren posibilidades sin fin.
A lo mejor sucede lo contrario, y nos destruiremos antes de lo previsto, con el brebaje preparado por le Leviatán en sus calderas de pócimas que aún emergen en las profundidades de las páginas de la “Divina Comedia”, las mismas que siguen ardiendo perennemente esperando el soplo de Jehová para apagarlas.
Hace un tiempo se presentó una fórmula para crear a un ser humano, siendo - se dijo – el comienzo de un nuevo paso en la evolución. El genoma fue completado en forma de lenguaje químico, y con millones de bases nitrogenadas se empezó concebir la nueva raza intercambiando cromosomas.
Del experimento secretísimo nada se sabe aún. Friedrich Nietzsche predijo la muerte de Dios, mientras otros lo inventan cada día. Algunos, como Henry Miller, le solicitan que solamente sea amor. Mi persona, cansada de andar caminos, le exigiría saber la verdadera razón de vivir.
Ya se ha desvelado el mecanismo genético que controla el desarrollo del cerebro y la capacidad intelectual en los mamíferos superiores, encabezados por el homo sapiens.
El fantasioso doctor Moreau llegó para quedarse. Su isla convertía animales salvajes en seres pensantes, y eso está ahí, a un paso de hacerse realidad.
En su obra “La política”, Aristóteles lo intuyó con una claridad profética: “Sólo hay una situación en la que podamos imaginar administradores que no necesiten subordinados, y dueños que no necesiten esclavos”.
Esto sería así si cada instrumento inanimado pudiera realizar su propio trabajo, o los trípodes hechos por Hefesto, de quienes Homero decía que “por su propio movimiento entraban en el cónclave de los dioses del Olimpo”, mientras una lanzadera tejiera por sí misma y el arpa tocara sola.
En ese intermedio, ha comenzado algo pavoroso o extraordinario. O las dos cosas a su vez: contemplar la mirada de Dios.