Lloviznaba aquella tarde gris, fría y encapotada. Desde los grandes ventanales del hotel Kempinski en Berlín, el aposento en que me hospedaba, el cielo era de un sombrío cerrado. Thomas, mi acompañante, encargado de ser mi cicerone en la ciudad elegido por el gobierno de Bonn, vivió, siendo apenas un niño, los años finales de la guerra II Guerra Mundial.
No supo de la solución final contra los judíos hasta mucho tiempo después, en el instante en que todo a su alrededor se había derrumbado, hecho trizas, y sus padres acusaban de tanta tragedia a la raza mosaica.
Con todo, Thomas tuvo un amigo entrañable, una persona sorprendente. Se llamaba Leslie Goihman – “rostro rosado, lleno de pecas y un pelo color panocha” - , vivía en Uster den Liden, la gran avenida que lleva al corazón de la ciudad, partiendo de la Puerta de Brandeburgo hacia la zona histórica de los museos.
Podía ir con Leslie a todos los lugares menos llevarlo a su casa: sus progenitores se hubieran avergonzado de ello. Confesos seguidores del nacionalsocialismo representado en Hitler, creían ciegamente que todos los males de Alemania eran producto de los hebreos, y aunque personalmente ninguno de los dos hubiera eliminado un insecto, creían con fe cerrada en la necesidad de hacer una santa cruzada y formar caravanas de la muerte para llevar a los hornos crematorios a miles de niños, mujeres y hombres mosaicos, al ser para ellos esa acción un acto justiciero.
Thomas – nuestro cicerone - nos relataba, bajo aquel Berlín encapotado de lluvia y niebla, como un día su amigo no llegó a la escuela y nunca más lo volvió a ver. Años después conoció su infortunio.
La noche anterior a su desaparición, un camión de la SS repleto de soldados se lo llevó a él, su hermana menor y los padres – tenían éstos una pequeña tienda de relojes, en una travesía de la Uster den Liden – a un campo de concentración. Fueron convertidos en humo.
“Y así seguimos hoy – expresa Thomas - andando con nuestra pesadumbre interior, mientras en sueños veo al joven Leslie”. Y no añadía más. Guardaba silencio, pero todo él parecía enfrentarse a una descomunal pregunta: ¿Por qué aquel holocausto infernal?
Nuestro acompañante en aquellos días berlineses, estudió filosofía germana; hoy está jubilado, pero sigue intentando en cierta forma justificar el pasado afligido. Y no puede. Al despedirnos, nos miró, y expresó la frase bien sabida de Fred Uhlman:
“No haber vivido nunca hubiera sido lo mejor”.