Cuando creíamos estar viviendo los últimos estertores del coronavirus, un nuevo caballo sin estribos espera desesperado que alguien lo inmovilice. Su nombre ya suena como una trompeta sobre las murallas de Jericó: Òmicron. Aún desconocemos su fuerza letal.
Cada cierto tiempo la raza humana sufre la llegada de un mortífero veneno venido de los albores del alba a consecuencia de una extraña mutación o tal vez procedente del propio cuerpo del ser humano o de un animal carroñero. En la actualidad, también es posible desarrollar en laboratorios gérmenes letales que podrían expandirse con oscuros propósitos.
La espeluznante “Gripe Española” emponzoñó a más de 40 millones de personas en todo el mundo. Exactamente se desconoce la cifra. Un siglo después aún no se sabe cuál fue el origen de esta epidemia que cruzó fronteras con el ímpetu del viento, y no respetó a ningún humano que encontrara a su paso.
Esos miasmas siniestros son la mayor pesadilla de la humanidad. Nuestra zozobra y desdicha. El Sida dejó 34 millones de personas en la cuneta de la muerte, pero lo espeluznante, lo que nos debe hacer recapacitar, es que la mitad de los nuevos afectados tienen entre 15 y 24 años, ascendiendo igualmente el número de mujeres.
Ningún país logró detener la epidemia. Y en palabras claras: cada minuto se infectan en el mundo, estadísticamente, 11 personas.
Los fármacos descubiertos no han dado el resultado que se indagaba, pero lo peor es que crearon una falsa esperanza y ahora ésta aparece rota, en los suelos, con los sueños de muchos infectados derrumbados.
A esto se debe añadir la aparente contradicción de que en estos instantes se sabe más sobre la propagación y la prevención de la enfermedad que nunca antes, pero hasta hoy sirve de poco.
Ayer era el Sida que continúa haciendo camino hiriente, al presente el Coronavirus que unido al reciente Òmicron pudiera ser más peligroso, si eso cabe, que los dos pavores anteriores.
El poeta inglés William Blake señalaba: “Dios, que hizo el cordero, creó igualmente el tigre que lo devora”. Somos tolvanera de estrellas, y estamos aquí, sobre faz la Tierra, gracias a la energía atómica que, bien encauzada, es una ayuda imprescindible para el desarrollo humano y nos hará llegar a los confines del Universo.
No obstante, un amplio número expertos en la materia coinciden en un duro dictamen: será un virus y no una bomba atómica, lo que acabe con la población del planeta.