Creemos recordar que Eduardo Úrculo hacía dibujos – cómics se llamaron más tarde – en las páginas del diario “La Nueva España”, mientras mi desgarbada persona montaba palabras sueltas sobre el papel en “La Voz de Asturias” de la calle Gil de Jaz. De esa remembranza han pasado demasiados inviernos.
Casi todos los días, por una causa u otra, nos veíamos. Había nacido por casualidad en Santurce, no obstante era asturiano de profesión, y en el Principado forjó su asombrosa vena artística. Lo terminaron llamado el pintor del pop, pero en su largo camino figurativo buscó los más variados matices de la creación plástica.
El enrevesado tiempo nos hizo ir por caminos distintos. La última vez que nos encontramos pudimos hablar de los añejos recuerdos. Sucedió durante una exposición impresionante de su obra presentada en el “Museo de Arte Contemporáneo Sofia Imber” de Caracas en junio de 2002. ¡Qué tiempos aquellos en que Venezuela era un país para querer!
Ahora, a mi lado se halla el extraordinario libro que la gran Imber mandó hacer para la exposición. Es una joya, un pedazo vivencial de arte. Posee un prologo de Mario Vargas Llosa donde el peruano hace una pincelada de palabras en las que matiza que la pintura de Úrculo es afirmación de vida y libertad.
A esa amplia muestra Úrculo vino con sus maletas, baúles, paraguas, sombreros, impermeables, mujeres y bolsas, hasta esta otra orilla caribeña donde la claridad diáfana del trópico se hace irisaciones de luz, como ese cuadro llamado “El descubrimiento”, donde el viajero sabe - lo aprendió en la Ítaca de Kavafis - que llegar allí es su destino, aunque nunca se deba apresurar el viaje.
Era, como todo ser amante de la vida, vitalista, afable y con una gran capacidad de relación humana. Nos cuentan que en los últimos meses vivía uno de sus momentos más apacibles.
Su visión trágica de la España de la posguerra con el expresionismo negro, donde la emigración, el azúcar moreno y el estraperlo eran telón de fondo, dejó paso a unas pinceladas o trazos duros y firmes recubiertos de ternura y donde el erotismo era una forma de viajar por el alma femenina.
Lo mismo hizo con las maletas.
En más de una ocasión me he sentado en la Estación de Atocha en Madrid, ante la escultura en bronce de “El Viajero”, para continuar el camino interrumpido siempre por la soledad o el miedo. Apretado a mi propia vieja maleta, ese símbolo para Úrculo de la eterna partida, encontramos al hombre en el claroscuro de su vida, enfrentado a la esencia de su condición humana.
En alguna anochecida, tras besar a la siempre amada Ana Ozores, caminaba hacia la Plaza Porlier para ver el regreso de Willams B. Arrensberg ataviado con su gabardina y paraguas – sabía que en Oviedo siempre llovizna - y le decía de mi presencia en las aguas del Caribe.
Supe allí que toda maleta termina siendo la propia piel del viajero. De tanto hacerla y deshacerla se convierte en un pedazo más de nuestro propio cuerpo.
En la ciudad de Simón Bolívar la voz de Úrculo se expandió por todo el valle aquel año 2000 con las brisas de junio…. Se veía casando, deseaba encerrase y dejar de de pintar al mundo, a la feminidad y a lo sagrado. Quería buscar la intimidad de sus obras, “para mirar al mundo, eso sí, de espaldas”.
No hay otra forma mejor.