Últimamente se están produciendo en nuestro país reclusiones en centros de acogida de niños y niñas gitanos ordenados por las autoridades del lugar. Yo mismo he tenido que intervenir ante los responsables de alguna Dirección General de la Infancia para reclamar la entrega de sus hijos a padres desconsolados que han visto como la policía, cumpliendo órdenes de funcionarios con alma de piedra, han cogido a los niños y se los han llevado a alguna institución de acogida.
Sé muy bien que este comentario no encontrará la amable acogida que, por lo general, generan mis escritos. Y hasta cierto punto puedo entenderlo cuando quienes justifican esas decisiones de las autoridades suelen decir que les quitan los hijos a los padres para proteger “el bien de los niños”. Pero eso no siempre es verdad. Es más, me atrevo a asegurar que en un muy elevado porcentaje estas criaturas pertenecen a familias donde la pobreza es su signo de vida.
Arrancar a los hijos del lado de sus padres o de sus abuelos es una acción inhumana. Por más que objetivamente el comportamiento de sus progenitores pudiera ser delictivo. Trataré de explicarlo.
Tan real como la vida misma
Hace unos días cogí el metro, como hago con regularidad, para ir a mi casa. Me senté en uno de los asientos de la estación a la espera del tren. Observé que en el mismo banco había una mujer joven que me clavó la mirada nada más verme, a pesar de que tanto ella como yo llevábamos puesta la mascarilla anti Covid.
—Buenas, —me dijo con gesto atemorizado— Usted es abogado, ¿verdad?
—Sí, lo soy. ¿Por qué me lo pregunta?
—Discúlpeme, señor —añadió—. Me ha parecido que usted es una persona que…
En ese momento se le quebró la voz y empezó a sollozar. El tren hizo su entrada en la estación en ese mismo instante y la invité a que entrásemos juntos para que me contara qué le pasaba.
La insté a que se calmara porque la gente nos miraba alarmada. La pobre mujer hizo un esfuerzo sobrehumano para evitar el espectáculo, lo que provocó que salieran de sus ojos enrojecidos un chorro de lágrimas como pocas veces había visto en mi vida.
—Señor, le pido ayuda. Me han quitado a mis cuatro hijos y yo no puedo vivir sin ellos. Son muy pequeños. El mayor tiene once años y padece una dislexia y la pequeña solo tiene dos añitos. Le ruego que me ayude. Yo ya no sé a quien acudir, por favor, por favor…
Una realidad de escalofrio
Nunca pude imaginar que el sistema de acogida establecido en España pudiera ser tan perverso en detrimento de los propios niños y de forma muy especial negando a los padres el derecho sagrado de ser los custodios de sus hijos. He tratado de informarme y no he encontrado mejor fuente que la que proporciona la Asociación para la Defensa del Menor (APRODEME) que atiende casos por toda España, porque, aunque las competencias están transferidas a las Comunidades Autónomas los errores y formas de actuar son muy parecidas. En octubre de 2019 contaban con más de 1.000 familias afectadas por unos servicios de protección del menor que a todas luces debían ser renovados.
Son escalofriantes los testimonios que ofrecen de padres y madres desesperados porque una parte de los poderes públicos actúa con absoluta discrecionalidad pisoteando sus derechos. Me han impresionado los testimonios que aparecen en la revista mensual “Discovery DSALUD”. Francisco Sanmartín nos ha dejado una muestra estremecedora de madres que suplican a los funcionarios que les dejen relacionarse con sus hijos. En enero de este año de 2021 una jueza de Hospitalet ha dictado una demoledora sentencia contra la Dirección General que en Cataluña se ocupa de la infancia (DGAIA). En ella se hace un análisis muy detallado de la manera de actuar de la Administración: “vulneración de derechos fundamentales, poco rigor en los informes, incongruencias, decisiones ya tomadas que se han de justificar, ninguna oportunidad para los padres…”
En dicha Sentencia la jueza dice literalmente cosas como:
“De la lectura de estos documentos (los informes de la DGAIA) puede concluirse que pudiera ser que primero se toman las decisiones respecto a los menores, se ejecutan y luego se documentan, eliminando así la posibilidad de alegaciones previas.”
“Se evidencia vulneración del derecho de defensa… y vulneración del derecho de los menores…dado que los poderes públicos administrativos han efectuado una injerencia en el derecho a la vida familiar de los niños, sin garantías y sin la posibilidad de que sus progenitores biológicos defendieran sus intereses”
La nueva Ley del Menor, una Ley incompleta
Se trata, sin ningún género de dudas, de una Ley compleja. La Ley Orgánica 8/2021, de 4 de junio, de protección integral a la infancia y la adolescencia se aprobó con un amplio consenso en el Congreso de los Diputados con el fin de garantizar los derechos fundamentales de los niños, niñas y adolescentes frente a cualquier tipo de violencia. Y para ello se establecieron una serie de medidas de protección integral que incluyen desde la detección precoz hasta la reparación de daños. Especial atención merece en esta ley el capítulo III dedicado al ámbito familiar.
Pero a los efectos que interesan a este comentario hay que prestar especial atención al capítulo VII donde se refuerza el ejercicio de las funciones de protección de los niños y niñas por parte de los funcionarios que desarrollan su actividad profesional en los servicios sociales. En este sentido, se les atribuye la condición de agentes de la autoridad, en aras de poder desarrollar eficazmente sus funciones en materia de protección de personas menores de edad, debido a la posibilidad de verse expuestos a actos de violencia o posibles situaciones de alta conflictividad. La declaración de desamparo y por tanto la retirada de un menor de su familia se hace sin intervención judicial. Las familias no pueden defenderse ante los Servicios Sociales.
Nuestro sistema de protección de la infancia y la adolescencia está muy cuestionado y necesita una reforma urgente. APRODEME es muy contundente cuando afirma que “esta ley no aborda, por ejemplo, la violencia institucional, la que el sistema ejerce cada día contra miles de familias a las que retiran sus hijos sin ningún tipo de control judicial. Quieren evitar un daño y generan otro todavía mayor. Hay que continuar con la reforma de nuestro sistema para hacer que de verdad ayude a las familias”.
Hay quienes piensan, y así lo expresan, que determinadas instituciones han hecho negocio con la acogida de los niños que arrebatan a sus padres. Un menor ingresado en un centro le cuesta al Estado más de 4.000 euros al mes. Falta voluntad política, manifiestan los expertos, para cuestionar un sistema complejo, con muchos intereses, con “demasiados vicios del pasado”.
Los niños son el interés superior de la Ley
Es verdad. ¿Quién lo puede poner en duda? Ellos son los más débiles y consecuentemente los más indefensos. La Ley expresa tantas veces que lo que pretende por encima de todo es “el bien superior” de los niños y niñas que he perdido la cuenta a la hora de contarlos. Pero nosotros, los gitanos y gitanas del mundo, decimos que el bien superior a salvaguardar es la familia. Y de la familia, cómo no, los niños y los ancianos constituyen el bien superior. Y no es gratuito decirlo así. Porque, de lo contrario, la vida puede ser un infierno no solo para los niños sino también para sus madres.
Hace unos días, una niña angelical a quien los funcionarios de servicios sociales habían separado de su madre, sin que un juez lo hubiera autorizado, le decía por teléfono a su madre, ahogada por el llanto:
—¡Mami, mamita, yo no quiero estar aquí! Ven a buscarme. ¡Yo me quiero ir contigo y dormir en mi camita a tu lado!
Les ruego que me crean. Lo que he dicho no es fruto de mi imaginación. Tengo la grabación que lo atestigua.
Juan de Dios Ramírez-Heredia Montoya
Abogado y periodista