Hace pocos años se anunció el descifrado del genoma de nuestra especie y, en ese instante, la ciencia comenzó a conocer la fórmula para crear a un ser humano, demostrándonos con ello que toda evolución de la vida ha partido de una misma materia, aún existiendo sobre ello diversas incógnitas. A saber:
¿Por qué si los genes de la mosca del vinagre coinciden en un 60 por ciento con los de la especie humana, existe tanta diferencia? ¿Dónde se halla el punto exacto en el que se evolucionó al principio de los tiempos hacia un humano, un mono o un ratón?
Otras interrogaciones: ¿Cuáles son los genes directos de la inteligencia y qué pasará si, una vez identificados, se les incorporan a otras especies? ¿Desarrollarán capacidades intelectuales?
Parecían faltar años para responder a esas cuestiones, aunque desde hoy no tanto. Es inequívoco y demostrable: el futuro siempre nos alcanza. Está ahí y debemos asimilarlo sin asombro, pues vendrán más realidades que nos dejarán lelos. Será como penetrar de la mano de Alicia en el País de las Maravillas, con la salvedad de que sus actos sorprendentes serán ciertos, no soñados.
Toda la historia humana está envuelta en matices asombrosos. ¿Quién le iba a decir a un monje austríaco de la Orden de los Agustinos, llamado Gregor Mendel, que sus inocentes experimentos con guisantes, iniciados en 1856 en el jardín del monasterio que habitara terminarían demostrando las leyes de la herencia?
Tal evento desencadenaría una revolución en el conocimiento y las formas de vida que conocemos ya en su totalidad.
No cabe duda, al decir en la zarzuela “La verbena de la Paloma”, con letra de Ricardo Vega y música de Tomás Bretón, algo muy indiscutible: “Las ciencias adelantan que es una barbaridad”.
La sopa primitiva de hace millones de años, en los albores del planeta Tierra, compuesta de un ácido y cuatro moléculas, aseguró la supervivencia, tras inmensos “experimentos”, de la vida, de toda ella, sin diferencia alguna como viene demostrándose con creces a cada paso de la omnisciencia integral.
Lo vivo y lo inanimado provienen de idéntico tronco. Un pedazo de carbón posee casi nuestras mismas moléculas. Lo dijo el filósofo: “No somos nada”, aunque no sea muy cierto.
Aún así, no seamos pesimistas, cada uno de esos asombrosos descubrimientos van salvando cada día mejor a nuestra especie, ya que cuando necesitemos sustituir el brazo enfermo, un corazón adolorido, unos ojos heridos por la luz, los conseguiremos en el gen de una mosca, un ratón o un guisante.
La ciencia seguirá avanzando si no emerge antes un alocado acto pavoroso de autodestrucción. Nuestra raza condescendiente podrá ser eterna tal vez, si bien la muerte liberadora llegará por aburrimiento, ya que suponemos que sería pavoroso coexistir un milenio o más.
Por lo pronto, en medio de estos conceptos científicos casi mágicos, sería bienhechor comenzar a ver los roedores como parte de la familia.
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