Al decir de Gustavo Flaubert, existió una época - entre Cristo y Marco Aurelio – en que el hombre estuvo solo, abandonado a su suerte, y el único sortilegio posible en esa travesía de negritud, era garrapatear sobre los meandros del alma. Y en esos estamos ahora.
Ignoro si estos escritos que amontono sobre el pasar de los días son hojas sueltas al céfiro, pedazos de papel en retazos de un aliento. En ellos intento desnudar el ser que llevo dentro anudado secuelas taciturnas.
La edad que poseo – lo suelo señalar con insistencia - me invita a envejecer con algo de dignidad. Suelo lloriquear a menudo; más que lágrimas, es un vapor húmedo colgado de los parpados. Sucede frecuentemente ante cierto injusto infortunio, un instante de miseria de la que tanto abunda o la simple ternura tardía en alguna película en blanco y negro ya envejecida
Estoy en Oviedo, la ciudad de tantos anhelos. En la mañana he releído en el hotel unas páginas de “Memorias de Adriano”, el libro más humanizado sobre el reflejo del poder político escrito por Marguerite Yourcenar. Conozco sus páginas de memoria al ser un compañero fiel de mis días y sus noches.
Recapacito sobre el hombre poderoso de esas páginas. Antes que emperador, lo contemplo viejo, enmohecido. Sufre y lloriquea igual a un niño. Enterró unos días el cuerpo hermoso de su joven amante Antínoo, y llora como un niño asustado entre la sombras.
Su dolor se desnuda igual a un árbol en el otoño cobrizo y siento compasión al verlo tan afligido. Marguerite Yourcenar lloró al trenzar esas cuartillas.
Profundizo en lo que puede hacer una mirada en medio de la negrura de la noche cuando la existencia comienza a deshilarse por los lagrimones del alma.
Lo subrayó Constantino Cavafis en un café del viejo Cairo con todo su sentimiento helénico: “Un monótono día sigue a otro / idénticamente monótono. Las mismas cosas / nos ocurrirán una y otra vez, / los mismos momentos van y vienen.”
Esas estrofas son ahora sobre la piel de mi cuerpo, el viento de la subsistencia que ha comenzado a evaporarse. Salí a dar unos pasos por Vetusta. Conozco la ciudad y tal vez ella me reconoce. Mis pasos están hendidos en sus calles y son, en cierta forma, reflejo de un cariño imperecedero sobre esta ciudad tan mía y que ella ignora.
De regreso a la hostería, la noche nos sabe a ensueño seductor. En medio hay algo certero: saborear esa urbe tan nuestra, es la única razón de que aún podemos retornar a las evocaciones en ella vividas.
No hay reproches sobre nuestra tardanza en visitarla. Sabe de nuestros pasos al otro lado del mar océano, y siempre nos recibe con el afecto que impera sobre todo inmigrante astur.
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