El tiempo, en esa hora en que el sol se aletarga sobre el horizonte, era placentero. Una brisa suave, fresca, envuelta en salitre, movía las ramas del pino carrasco, en esta tierra mediterránea de pinares y palmitos.
Regresaba definitivamente desde la orilla efervescente y azulina del Caribe venezolano, a la playa levantina de tantas pasiones – soñadas unas, enardecidas otras- y era como si la esencia de lo que somos ahora, tras cruzar infinidades de otoños, fuera parte de la brisa marina colmada de sensaciones y querencias afectivas.
En esos días antes de la partida, descendíamos de Caracas hacia la costanera, ante la avidez – creíamos en ese entonces – que las bellas mujeres, igual a la baja niebla, se abrían al amor clandestino a finales de agosto o la primera semana de septiembre.
¿Y dónde nos esperaban? Era la ansiada pregunta mientras bebíamos sorbos de ron durante toda una tarde en el bodegón del puerto de La Guaira.
El lugar en que se cobijaban nadie supo decirlo. No obstante, igual que las gaviotas, retornan cada año al comienzo de la primavera, todo pescador protegido de Neptuno y custodiado por Minerva, protegían los callejones de la pasión furtiva.
Y a eso jugábamos entonces. A ser hombres fogosamente enamorados sin descanso, con miedo de que todo fuera un sueño y se hiciera ceniza. Y mientras el mar, presente, vigilante y cómplice de cada una de esas embestidas, nos miraba bravíos entre el romper de sus crestas.
La poesía era por ese entonces, no un arte en el clásico sentido de la palabra, sino un ramalazo, un hervir de la sangre, una forma de trasformar la saliva desde el fondo de las entrañas y amasar con ella palabras tan potentes como la luminiscencia y las noches cerradas en lluvia.
Entremezclábamos gritos sin miedo - ese llegaría más tarde y nos destrozaría a zarpazos – para probarnos a nosotros mismos y saber que la sangre corría por las venas con la furia desbocada de una catarata furiosa. José Hierro (acero y hielo al mismo tiempo) era el poeta de nuestros desahogos juveniles, y así nos lo predijo mucho antes:
“No fue jamás mejor aquello. / Esto de ahora es doloroso; / pero el dolor nos hace hombres / y ya ninguno estamos solos. / Alto fue el precio que pagamos: / miseria y llanto en los ojos, / nuestros mejores años verdes / y nuestros sueños más hermosos.”
Un amanecer, ya sosegados en la orilla caribeña, supimos de un océano y una tierra de gracia llamándonos a gritos, y cuya espuma rozaba las costas portuguesas.
Nos levantamos, tomamos las alforjas y no descansamos hasta llegar a las páginas de Fernando Pessoa, Antonio Lobo Antunes, José Maria Eça de Queirós y José Saramago.
Habíamos retornado a la península Ibérica de la infancia lejana, a la escollera que fraguó nuestros primeros afanes, y lo más duro:
Debíamos aprender a vivir nuevo.