El secretario de Defensa de Estados Unidos, Lloyd Austin, ha anunciado hace unos días que el Pentágono ordenará a todos sus soldados en activo vacunarse contra la covid-19 a partir de septiembre. Para ello llevará adelante dos iniciativas. Una será obtener la aprobación del presidente estadounidense Joe Biden para que las vacunas sean obligatorias -lo que se puede retrasar a mediados de septiembre-; y dos, conseguir la licencia de la Administración de Drogas y Alimentos de los Estados Unidos (FDA, siglas en inglés) para llevarlo a cabo. En cuanto llegue una de las dos autorizaciones se iniciará el proceso de vacunación obligatoria. Biden contestó con rapidez que apoya firmemente la propuesta del secretario de Defensa.
La variante Delta se ha extendido a muchos estados de los EEUU. El país se enfrenta claramente a un repunte epidémico grave, y la respuesta del Pentágono ha sido que las vacunas sean obligatorias para 1.300.000 soldados en servicio activo. Esta decisión no busca precisamente una vacunación equilibrada de toda la población estadounidense. Con más de 620.000 fallecidos hasta el momento, no parece que la vida de la gente haya sido la prioridad de la lucha contra el COVID-19. Sin embargo, lo que se prioriza es la herramienta más importante para mantener la hegemonía estadounidense: el ejército. Lo que le importa a Washington más es si sus tropas están en condiciones de intervención bélica; no le importa la seguridad de sus ciudadanos.
Lo que demuestra que la estrategia general de Estados Unidos en su lucha contra el COVID-19 -que está suponiendo un fuerte desafío económico- es mantenerse como la única superpotencia realmente existente en el mundo. Y con las vacunas COVID-19 también se manifiesta que -ya se trate de las políticas de la administración Trump o Biden-en última instancia el objetivo de la clase dominante estadounidense es tratar de mantener su hegemonía mundial estadounidense en lugar de priorizar la protección de la vida y el bienestar económico de la mayoría de la población del país.
Ya en 2020 -en plena pandemia- el Pentágono no solo no interrumpió sus actividades militares por todo el planeta, sino que desplegó tres portaaviones en el océano Pacífico por primera vez en años. Lo que supuso que el portaaviones “Theodore Roosevelt” tuviera que pasar semanas en la base naval de Guam a raíz del brote de coronavirus aparecido a bordo cuatro meses antes -cuando más de 1.000 de los casi 4.900 miembros de la tripulación dieron positivo- e incluso un marinero falleció a causa del Covid-19, lo que llevó al comandante del portaaviones, Brett Crozier, a afirmar que: “no estamos en guerra. No hay ninguna razón para que los marineros mueran”.
Biden vuelve a la guerra
La administración Biden -mientras retira algunas tropas de zonas de intervención tradicional como Afganistán e Iraq- aumenta significativamente su presencia militar en el entorno del Estrecho de Taiwán, el Mar de China meridional y aguas vecinas. Vende armas a Taiwan por valor de 750 millones de dólares). Y arrastra a sus “aliados” europeos a un viaje bélico por las cercanías de China. El secretario de Defensa británico, Ben Wallace, ha anunciado el Reino Unido va a desplegar “permanentemente” dos barcos de guerra en la región del Indo-Pacífico junto con Japón; y el grupo de ataque del portaaviones HMS Queen Elizabeth participará en un ejercicio naval con la Fuerza de Autodefensa Marítima de Japón en el Golfo de Adén.
Francia también participará dócilmente enviando más navíos a la zona, entre ellos el portaaviones francés FS Charles de Gaulle, junto con los buques de asalto anfibio con helicópteros de desembarco, en unas maniobras militares conjuntas dirigidas por Estados Unidos y Japón en las aguas próximas a China. Y Alemania no se queda atrás y un buque de su marina asistirá a dichas maniobras, convirtiéndose así en el primer viaje alemán de tales características desde 2002.
No hay que olvidar nunca que Biden fue el vicepresidente de Barack Obama, el único presidente de Estados Unidos que ostenta el récord de ejercer dos mandatos completos con el país en guerra -los ochos años, y todos y cada uno de sus días- incluido el día que recibió el Premio Nobel de la Paz. Biden solo dejó pasar 36 días desde su toma de posesión en la Casa Blanca para ordenar su primera acción de guerra -el bombardeo de un alojamiento de las milicias sirias aliadas de Irán- que causó la muerte de al menos 22 milicianos.
Ejército oficial y mercenarios
Según informes del Pentágono al Congreso en la época álgida de Obama interviniendo militarmente por el mundo, los “contratistas” ascendían a 641.000. El doble lenguaje -que acompaña las actuales guerras y agresiones de Washington por el planeta- llama a los mercenarios “contratistas”. Para evitar la consecuencia dolorosa de las bajas de soldados estadounidenses en conflictos bélicos en el extranjero -y que tanto dolor y rechazo genera en el pueblo norteamericano desde la guerra de Vietnam- el Pentágono va reemplazando, en las actividades militares más peligrosas, a sus tropas oficiales por mercenarios con la etiqueta comercial de “contratistas”.
Es decir, que al millón trecientos mil soldados el Pentágono tendrá que sumar la vacunación también de sus centenares de miles de mercenarios en activo. Por lo que obviamente el presupuesto de defensa de Estados Unidos es más grande de lo declarado. En su última solicitud de presupuesto anual, Washington presentó una petición de 750.000 millones de dólares, pero en realidad representan sólo una parte del costo real.
Hay por lo menos 10 fuentes más de financiación dedicadas a intervenciones bélicas, a prepararse para más guerras, y a las consecuencias de las guerras ya perdidas, entre ellas la cuenta de Operaciones de Contingencia en el Extranjero (OCO, Overseas Contingency Operations), el gasto del Departamento de Energía y Presupuesto Nuclear, el montante para Asuntos de Veteranos, y los presupuestos de Seguridad Nacional y de Inteligencia -que agrupa a las 17 agencias de inteligencia distintas que tiene EEUU. Todo lo cual eleva el gasto militar estadounidense a más de un billón de dólares (es decir, un millón de millones).
Eduardo Madroñal Pedraza