El hombre, al decir de Jean-Paul Sartre, está condenado a elegir, no obstante, desde que hace más de 3.000 años surgió en el monte Sinaí la idea de un Dios único, toda nuestra frágil estructura humana se ha convertido – valga la palabra – en trompo rodante de ese pensamiento que tritura a muchos y llena de gozo a los más.
Ignoro si el Jehová de los Diez Mandamientos se abre, en los albores del presente siglo, con más vehemencia sobre el alma de los creyentes, pero existe indudablemente una predisposición hacia la fe, ya sea ésta partiendo de la Biblia, el Talmud o el Corán. Las tres creencias monoteístas nacidas de un mismo tronco llamado Moisés.
Expresa Paul Johson - el escritor católico inglés con el que comparto muchas actitudes, entre ellas redactar columnas - que las perspectivas de Jehová al principio del siglo XXI, son excelentes; es más, podría terminar siendo su siglo.
Durante buena parte del XIX y todo el XX, adorábamos el progreso. “Era – enumera el autor de “Tiempos modernos” – real, visible, rápido y benéfico. Pero se detuvo bruscamente en la catástrofe de la Primera Guerra Mundial y continuo en la Segunda.
Sobre esas catástrofes, la razón humana entendió que el progreso le había decepcionado y se volvió al comunismo, fascismo, freudismo y otros sistemas de creencias aún más lóbregos.
El siglo veinte fue la era de la Ideología, tal como el diecinueve lo fue del progreso, pero la Ideología igualmente defraudó a sus simpatizantes.
¿Sucederá con el presente siglo XXI?
En su mayoría a los seres humanos no les cautiva el ateismo. Por ello la idea que está palpable en estos momentos, es la que habla de un concepto que pueda llenar el con la fe que nos sostiene.
Ante esto, André Malraux - autor de “La condición humana”- poseía una cognición clara cuando señalaba que el siglo XXI sería el de la religión o no será en absoluto.
Al ser cristiano a la viejo usanza, uno sigue enlazado al “Diario de un cura rural” de George Bernanos. Como el joven sacerdote Ambricourt, nos sentimos incapaces de oponernos al mal que vive dentro de nosotros, pero terminamos descubriendo que la grandeza de Dios se refleja en los más humildes.
Creo en Dios por la poca teológica razón de que mi madre, en aquella casucha de la calle Eulalia Álvarez, en el Llamo del Medio de Gijón, todas las noches le rezaba, y su hijo sigue por el mismo sendero. Posiblemente no sea fe tal como se matiza, y sí amor materno.
Nos da lo mismo, ya que a razón de una especie de atadura interior entre ella y mi persona, lo considero un efectivo cordón umbilical que nos unirá mucho más allá de la propia y solitaria tumba donde se halla en el Cementerio de Ceares.
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