Quien lo probó, lo sabe

El reconocido guitarrista y compositor jamaicano,  Bob Marley, había dicho una frase certera que bien se recuerda:   “El amor que pudo morir no era amor”.  

Y aún así,  dentro de esa certidumbre, en tal inflamado sentimiento no existen reglan precisas, al ser presentado ciego y con alas. “Ciego,  decía don Jacinto Benavente, para no ver los obstáculos; con alas,  para salvarlos”. 

 José Saramago escribió de tal pasión  sin hablar de ella. En “Memorial del convento”, el portugués de Azhinhaga, cuenta una historia de ternura sin palabras de apego. En esa aventura, en la que un rey hace la hierática promesa de construir un convento si la reina estéril le da un hijo, hay matices de “Cien años de soledad”,  al encontramos con un clérigo trastornado,  afanoso por volar para entonar salmos con las aves en las alturas; un soldado tullido y un mujer que,   igual a Ursula Iguarán, la mujer del coronel Aureliano Buendía, poseía  poderes mágicos arrancados  a los fangales.  

Nadie, en casi quinientas páginas, le dice al ser idolatrado ni tal siquiera  dejándola caer con suavidad imperceptible, esa palabra tan sencilla como  es “te quiero”, no obstante la novela, cada cuartilla,  es una trova insuperable al amor.  

Señalaba Marguerite Yourcenar, que normalmente en los relatos hechos por hombres, los que más aman son ellos, y en los escritos por mujeres, estas sitúan el ardor con  más ahínco en sus pechos.   

No sabría decir si es axiomático. En “Un tranvía llamado deseo” o en “El zoo de cristal”, Tennessee Williams – hermafrodita de los sentimientos – demuestra,  igual a otros autores, que no es necesario ser hombre o mujer para escribir con fuerza y hasta con voluptuosidad sobre la pasión amorosa.   

De todos los relatos de amor existentes he guardado para mí uso interior  dos: “Tristán e Iseo” y “Yamila”.  

La primera historia es el paradigma de una pasión afectiva enfrentada a un destino fatídico. Una leyenda que nos viene a partir del siglo XII, sirviendo de inspiración a Wagner para una ópera y a los poetas Arnold y Tennyson, en la mayoría de sus poemas. 

 “Yamila” es la viceversa acción  del ardor, un suceso descarnado sin románticas fantasías resurgido en los albores materialistas  del siglo XX en la Unión Soviética profunda. Escrita a la edad de treinta años por Tchinguiz Aitmatov, nacido en la aldea de Cheker, Kirguizia, una raza de los  turco-mongoles,  fue su primera obra. 

 En sus páginas,  expresó el poeta y novelista francés  Louis Aragon, palpita “la más bella historia de amor”, agregando con afecto: “Tal vez sea decir demasiado o demasiado poco, pero el libro es eso. Un relato breve pero inmenso – casi un folleto añadiríamos nosotros - , en el que no hay una sola palabra inútil, ni una frase que no halle su eco en el corazón”.  

 Era tiempo del Soviet, el trabajo febril en las zanjas y fábricas no dejaba resquicio a los gorjeos del afecto. No obstante, quien lea ese relato,  sentirá   sobre su ánimo  la presencia de un amor transparente, calido y dulcificado… sobre la nieve de la trunda perpetuamente  congelada. 

 

rnaranco@hotmail.com 



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