El planeta en que mora la raza humana en ningún tiempo ha marchado estable a recuento de una cognición indescifrable en su amplitud: hemos ha nacido con mala levadura.
Muchos milenios trascurrieron de evolución y nuestra oscuridad continúan siendo la misma – salvando algunos relámpagos de luminiscencia - desde el alba en que nació la primera ameba en medio de una sopa de aminoácidos.
El geólogo John Hodgdon Bradley vislumbró que “el caos y el capricho no existen” cuando de la formación del Universo se trata, mientras Issac Bashevis Singer expresó, que los hechos cotidianos de una persona superan con demasía el poder de la lucha diaria.
Una leyenda refiere la forma en que una tribu del desierto de Mesopotamia gobernada por un mortal llamado Abraham, partió de Sumer con su familia, sirvientes y rebaños, cambiando, en menos de dos generaciones, la forma de pensar de todos nosotros, creyentes o no, al concebir un Jehová único que gobierna nuestro destino. Y la necesaria pregunta: ¿Entonces de qué somos culpables?
Basados en esa tradición, si alguien deseara completar la realidad humano, tendría la obligación de ir al encuentro de esos resecos surcos ya que solamente escarbando unos centímetros hallará el pasado igual a como era hace diez o quince mil años. Tal vez más.
Cada piedra, retorcida viña, guijarro pulido por los vientos, capiteles, ánforas, mosaicos o unas simples sandalias de cuero, señalan siempre más que cualquier tratado, epístola o los propios rollos de Qumrán, hallados en la orilla del Mar Muerto muy cerca de la fortaleza judía de Masada.
A partir de aquel entonces, millaradas de almas en el firmamento – si el cielo universo está poblado - han padecido el sufrimiento iracundamente. Dios o el suspiro del aliento que mora en el Infinito, no jugará a los dados con nosotros, no obstante, sus reglas son engañadoras, traicioneras y escapan a los parapetos de la definición sobre el débil espíritu humano.
Nadie le gana al destino. El mismo concibió los enredos para confundirnos, a la vez que azuzó cada brizna de nuestra desgarrada existencia. Permanentemente cavilamos si todo no será un accidente cósmico dentro de cierto engranaje triturador descontrolado.
Todo hombre o mujer paga la equivocación de un absurdo total, y en esa entelequia, el sufrimiento ceñido a conflagraciones, crueles enfermedades, virus bufando muerte, lluvias tempestuosas con inmensas inundaciones, incendios desatados, serian un todo de la gran bofetada que nos da nuestra manera de no cuidar a la madre tierra, tan viva ella al tener en sus ramas la sangre de toda la raza humana.
Aún así, intentemos no evacuar sobre nuestro destino las desdichas, ya que disponemos de una protección prodigiosa: la inteligencia, y ella es lo más cercano a Dios, o los misterios del Cosmos que de sus partículas salieron los resortes para percibir, anhelar y sentir la frescura de toda pasión hacia la subsistencia.
El camino es largo, severo y no hay atajos.
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