El Rey tenia que firmar

«Alea jacta est» (la suerte está echada) es la frase que la historia atribuye a Julio César, pronunciada momentos después de cruzar el río Rubicón con sus legiones. La frase adquiere sentido si pensamos que el Rubicón marcaba el límite del poder en las Galias y cruzarlo significaba cometer una ilegalidad, convertirse en criminal e iniciar la guerra civil. 

En fin, la frase viene muy a cuento, y sus consecuencias también, ahora que «nuestro particular Julio César» ha soltado amarras y se ha decidido, ya sin pudor alguno, a indultar a los sediciosos delincuentes catalanes.  

Nadie va a poner en duda a estas alturas que la concesión de indultos es una competencia del Gobierno que, legislatura tras legislatura, hace un uso libérrimo de los mismos. 

Ahora bien, esa libertad no está exenta de ciertas exigencias. La Ley de 18 de junio de 1870, reguladora de esta gracia, exige que el indulto sea solicitado por el penado, sus parientes o cualquier persona en su nombre; exige arrepentimiento; prohíbe el autoindulto.

Ninguna de estas condiciones se cumple, por lo que el indulto concedido es ilegal.  Más aún, basándose en las manifestaciones realizadas por los indultados en el sentido de que lo volverán a hacer, el Tribunal Supremo patentizó que «el indulto se presenta como una solución inaceptable para la anticipada extinción de la pena». Y añade sobre la base de la ausencia de arrepentimiento que los indultados expresan una actitud antidemocrática, en la que la propia conciencia y el compromiso social que cada ciudadano suscribe le autorizaría a pulverizar las bases de la democracia y a convertir en ineficaces las resoluciones dictadas por los Jueces y Tribunales…

Aun así, el desenfrenado Sánchez cruza el Rubicón y está a punto de franquear el Código Penal.

El hecho de que la presentación la hiciera en el Liceo en lugar de en el Congreso ya dice mucho de este pésimo actor. 

El problema colateral de los indultos tiene que ver con el papel del Rey. Había mucho listo enredando en los medios sugiriendo que el Monarca debía tomar partido en este lacerante asunto.  

El Rey tuvo que firmar, era su obligación constitucional, e intentar imitar al Rey Balduino en la ley del aborto hubiera sido el final de la monarquía. Tampoco hubiera podido presidir el Consejo de Ministros por iniciativa propia y manifestar en ese foro su opinión, por más que estos concretos indultos pudieran ser un asunto de Estado, porque para ello tendría que mediar petición del Presidente del Gobierno. Nada le vendría mejor a Sánchez y a sus secuaces que un choque entre la Corona y la voluntad mayoritaria del Congreso de los Diputados. Por tanto, dejemos tranquilo al Rey y tratemos de desmentir a Voltaire cuando afirma: «La política es el camino para que los hombres sin principios puedan dirigir a los hombres sin memoria». 



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