Uno sobrelleva la servidumbre de la existencia de muchas formas, y aún así, solamente en la remembranza de los tiempos que se han difuminado, la mantenemos adosada a nuestra propia piel para impedir que todo se convierta en sombras y abandono.
Llega ahora a la memoria la ciudad cosmopolitita de París por la misiva de un amigo, que había sido nuestro cicerone en el Museo de Luvre en los solares de la antigua Bastilla, tras un viaje oficial que nos ofreció el gobierno francés, siendo nosotros en ese entonces director de el diario El Mundo de Caracas.
Reconocido estudioso de Leonardo da Vinci, nos hizo la más extensa, profunda y enigmática presentación de la figura de Mona Lisa, mientras esa misma noche cenamos, al amparo de la luz de unos candelabros, bajo un lienzo esplendoroso, “La boda campestre” de Pieter Bruegel “El viejo”.
Todo aquél que vaya a París, aunque sea una sola vez, no la olvida jamás. Podrán existir otras ciudades, pero ninguna comparable en lo espiritual y lo afectivo a esa urbe donde cada paleta de pintor encontró su propia luz. Fue un incansable viajero, nacido precisamente en la ciudad del Sena, Gérard de Nerval, quien lo expresó:
“No hay nada tan bello como la Gran Colina cuando el sol ilumina su tierra de rojo con vetas de yeso (...) surcada por barrancos y senderos”.
Es por eso que todo corazón sensible, libre y generoso, ama a París. Es más, ella se hace querer como ninguna otra metrópoli. Ahora, con motivo de ir dentro de unos días a los actos de entrega de los Premios “Príncipe de Asturias” – en esta ocasión el heredero a la corona de España estará acompañado de su esposa Letizia – iré, aunque sea por unas horas, al reencuentro de ese amor esquivo como lo hace un muchacho con su primera querencia.
Quizás me suceda lo mismo que a Miguel de Unamuno. El escritor vasco vivió en un hotelito de la Plaza Vendôme cuando contaba con 25 años. Regresó treinta años después pero, aunque todo estaba igual, nada era lo mismo. ¿Nos sucedería ahora a nosotros?
Tal vez. Para algunos, la urbe parisina, la que nos agrada, esté en solamente en nuestro recuerdo. No lo sabemos con certeza aún teniendo vivencial presencia de ello.
A los veinte años, uno se asombra de todo lo que va observando; a los setenta que descansan sobre nuestro cuerpo, la curiosidad se hace sedentaria y se aprecia más el cimbrear de un cuerpo de muchacha joven que un cuadro de Claude Monet.