Los vaivenes interiores de la piel nos hacen partir de las costas del mar Mediterráneo hacia el cercano Magreb, y de ahí al encuentro de Marruecos. Dos horas en las alturas nos llevan al país de las especies con sabores a comino, tomillo, incienso o el hinojo anisado.
Una vez en esa tierra siempre recordada, las viejas evocaciones se desnudan y llegan frescas con sabor a té verde. Cierto día en un viaje sobre el Atlas marroquí, en esa hora en que la luz de la tarde comienza a menguar, escuché unas estrofas populares entonadas en la voz de mujeres Tuareg - berebere de piel blanca - bajo el cobijo de una Jaima:
“Los días caminan lentamente como un rebaño de corderos que la noche arroja de sus pastos - ovejas blancas, ovejas negras - y se alejan en el tiempo hacia el refugio donde reposa todo lo que fue y ya no lo es”.
Cada año, ya en época del gran Muley Ismail, descendientes jerifianos del profeta Mahoma, rendían pleitesía a los sultanes de Marrakech y colocaban bajo su protección la plaza Jemaa el Fna - conocida como “Asamblea de los muertos” - un mosaico del mundo humano de Marruecos, en el que una inmensidad de tenderetes ofrecen lo inimaginable dentro de una barahúnda organizada.
En ella todo se consigue. Es un espectáculo imponderable, asombroso. Allí se acude sentir, palpar, absorber, degustar platos rebosantes de especies, saborear té de menta, escuchar músicos improvisados y pasmarse ante unos monos remontando a nuestra espalda o serpientes adormiladas que un flautín hace subir del suelo empolvado.
Estando en ella uno se embulle en su mundo absoluto, relámpago que obliga a escuchar las más pasmosas historias de Aladino o Simbad el Marino; ver aguadores de coloridos atuendos y añejas adivinadoras con cartas de Beirut, mientras doradas turistas nórdicas idealizan con ser raptadas por un mercader de esclavos y llevadas a disfrutar una luna de lujuria en los aposentos del hotel La Mamounia, en donde cada una de ellas será una nueva Sherezade del serrallo.
La antigua capital del imperio alauita le sabe al andariego a chumberas, salmuera, vinagre, palmerales tejidos a mano con hilos verdes en el “Jardín Majorelle” de Yves Saint-Laurent; clavo, aderezo y canela; murallas y barro rojizo, placitas y callejuelas, guardan aún jirones de un amor arabesco arrancado de una distante mocedad encanecida.
Tras un tiempo de diásporas, retornamos al encuentro del cuero repujado donde un tiempo incliné mi cabeza en una morada, tras la tumba de Ben Tachfine, regada con agua de rosas y aceite de Argan en la que la bella Douniya, día y noche, frotaba sus cabellos azabache de odoríferos sensuales.