En el primitivo tocadiscos empotrado en el rincón más oscuro de la casa en la vereda, Carlos Montero, un pibe de milongueras y malecones incrustados, canta mientras escucho sus palabras envueltas en flores de cercano limonero.
“Era más blanda que agua, / que el agua blanda, era más fresca que el río, naranjo en flor... / Y en esa calle de estío, / calle perdida, / dejó un pedazo de vida / y se marchó”
Lo hemos sabido tal vez siempre: “El tacto es el recuerdo más antiguo que tiene el hombre”.
Fue una certeza sensitiva: aquella niña de mirada perdida, siempre ausente, flaca e endeble, que iba entre los rincones de la casa más sigilosa que el propio silencio, se había hecho mujer, y ahora salía al encuentro de la vida con toda la fuerza de un clavel reventón o un viento de secano antes de la sementera.
Ya la miraba enternecido: Comenzaba a ser mujer y eso crea hormigueos en el cuerpo y en algunos pliegues del ánimo. Cuando te miraba, los ojos parecían un brillo cobre, y sentía un ardor en el pecho envuelto en sudor pegadizo. Quemabas, eras llama de un azul intenso, zarza sin consumir, esperanza suelta, raudal y mía.
Lechuzas borrachas de aceite del candil, espiaban nuestras querencias en ese tiempo de desnudez completa. Nada nos importaba, ni el viento desalmado, ya que tú estabas en la edad en que todo corazón necesita beber cariño en cada guarida del día.
Estas letras comencé a hilvanarlas en la pasada madrugada en la ciudad de Valencia mediterránea, ese mar de Constantino Cavafis y la Alejandría de Lawrence Durrell, sin darme cuenta de irme perdiendo por extraños vericuetos donde un pasado no tan lejano parecía tocarlo con las manos.
Parece haber días, - y el presente debe ser uno de ellos - que es difícil expresar lo que el aliento siente.
Observo el blanco papel sobre la mesa, levanto la mirada y allí, en formol, están las dos tortugas que se han muerto de la propia muerte, es decir, de olvido. Cuando eran pequeñitas como una hoja de laurel iban de un lado a otro de la casa en un interminable juego.
La historia es conocida sobre pasados escritos.
Una tarde desaparecieron. Pasaron días, semanas, hasta que una noche, moviendo una mata en el mirador, aparecieron secas, frías, convertidas en piel reseca. Desde entonces están sobre la mesa en la que escribo, dentro de un frasco con formol.
Al ser uno ya mortal de requiebros acumulados, y habiendo bebido rocío de muchas mañanas, la existencia al presente se acopla de manera sosegada, y eso sucede mientras escribimos de pequeñas evocaciones que, al final, son la esencia recordada de los días que se niegan a evaporarse.