En ningún otro tiempo se viven los días de Pasión como en la niñez, edad en que la muerte y resurrección de Cristo son el primer encuentro con el dolor y el sufrimiento, anatemas que hoy nos acompañan más certeramente sobre la persiste angustia del Coronavirus.
Señalaba el injustamente arrinconado poeta salamantino de Frades de la Sierra, José María Gabriel y Galán, en versos de una sencillez turbadora:
“Cuando estas fechas caían sobre los pobres lugares, la vida se entristecía, cerrábanse los hogares y el pobre templo se abría.”
Y uno, el niño de entonces, sintiendo la angustia en su contorno, miraba con ojos seducidos el rostro de un Nazareno sangrante, mientras a su lado se hallaba compungida la figura de la Virgen María a punto de desmayarse.
Eran aquellas imágenes portentosas creadas por los imagineros castellanos Juan de Juni, Gregorio Fernández o José de Lara Churriguera.
Oprimidos contra madre, rigurosamente vestida de negro, intentábamos asustados comprender la razón de ese flagelo contra un ser ya macerado hasta la extenuación, sin entender todavía que las injusticias son parte intrínseca de la cotidianidad humana.
En los días de entonces, con más recogimiento que ahora, haciendo abstinencia obligante a la persiste escasez de aquella posguerra española, marcaron al hombre de hoy, al tornarse taciturno, introvertido, y propenso a la furtiva soledad.
Ya un poco más tarde, con libros de estraperlo adquiridos en la insondable “Kabila” de chabolas al final de la calle Marcelino haciendo sombra sobre el cementerio de Ciares, en el Llano del Medio, en aquel Gijón de los primeros conceptos de la existencia, llegarían las páginas de Giovani Papini cuyo impacto gravitaría sobre nuestra concepción del cristianismo, algunas veces zarandeado y otras con arrebatos de inusitada efusión, mientras los versos de Tomás de Kempis nos hicieron sentir la fragilidad de la existencia.
Si hay un libro sin frases retóricas, es el Evangelio. En el capitulo de la Pasión, Marcos, narrando los hechos hacia el año 65, tiempo después de haber sucedido, hace un reportaje periodístico como si hubiera investigado los hechos en profundidad al día de hoy
Así, después de haber salido Jesús de la presencia de Pilatos y ser soltado el bandido Barrabás a petición de los fariseos - minoría aristocrática judía -, el flagelado es revestido de una capa de púrpura, le ciñen una corona de espinas mientras se mofan de él. “¡Salve, rey de los judíos!”
Golpeado y escupido, fue obligado a llevar la pesada cruz camino del Gólgota.
En la cumbre lo clavaron, y en la hora novena, exclamó con voz contrariada: “Eloí, Eloí, lama sabakhtaní” (“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”).
En un largo poema con el titulo “Mi padre el inmigrante”, el bardo italo-venezolano Vicente Gerbasi, cuyo afecto personal nos unió en una solidad amistad caraqueña, rubrica estas profundas palabras: “Venimos de la noche y hacia la noche vamos”.
El Díos-hombre, en ese relámpago de incertidumbres y aprensiones en el monte Gólgota, cercano a las murallas de Jerusalén bíblica, nos legó la realidad de poder vivir más allá de las propias tumbas, si nos ofrece unos pedazos de fe el anacoreta Besarión.
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