Uno, al no ser hombre de mar, sino de secano, tierra firme, páramo abierto, llanura sin fin, tiene poco contacto con las costas marinas, posiblemente a causa de haber nacido en el recodo de una de ellas, tener la piel impregnada de salitre y el alma desgajada como el pescado seco y salobre.
En Isla Margarita, a 40 kilómetros de tierra firme en Venezuela, sobre el camino de Porlamar, en un patio con tapias solariegas levantadas con barro del Cercado, entre jabillos, apamates, mangos, limoneros enanos, media decena de gatos, otra de pavos, un puñado de gallinas chuecas y un perro seco, pero enjuto, alegre y bonachón, pasé seis largos años. Durante ese tiempo solamente dos veces mis manos tocaron el mar adormecido y calenturiento del litoral caribeño. Lo percibía de lejos, sentía su palpitar y me adormecía con el fulgor de su brillo cobre y plata.
Durante meses, en los escalonados promontorios del pueblo de Pampatar, esperamos la llegada de alguna tormenta, era igual a un deseo interior deseoso de participar en el ramalazo de ese mar interior perennemente adormecido.
Allí hicimos como el emperador en el poema de Cavafi: nos sentamos en la escalinata del templo a verla llegar. No surgió nunca por el horizonte y aún así, mi cuerpo, preparado para esperar la onda tropical, no se dejó amedrentar por el caprichoso ecosistema, y continuamos la espera todo el tiempo posible.
Miguel de Unamuno, el hombre mejor preparado para la espera, dijo un día: “¿Qué va a ser de nosotros cuando no seamos nada?”. Todo un terraplén de miedos e interrogantes ante las dudas del ser humano cara a un Dios del cual la razón nos congela.
Entonces, en respuesta, el vasco escribió unas montaraces palabras sobre el sentimiento trágico de la vida, dejándonos un vaho sobre la conciencia.
No fue una solución, sino una hemorragia doliente. A chorros iba por los poros un frío interior, mientras la realidad era una ficción rasgando las paredes de cansancio, el mismo que no desapareció nunca más, y ahora circunda dentro de la piel igual a sombra adherida al cuerpo.
Han pasado años de la muerte del autor de “San Manuel Bueno, mártir”, y alguien comenta que Unamuno es uno de los escritores más auténticamente prolíficos: tuvo nueve hijos. Esta gran afición a la procreación marcó decisivamente su mundo literario. El hecho de tener que alimentar a tantos nacidos y a una esposa, de profesión sus infinitas labores domésticas, con un ajustado sueldo de catedrático de Lengua y Literatura Griega de la Universidad de Salamanca, lo obligó, a un hombre casto como él, a practicar la mayor promiscuidad de géneros literarios.
Cuanto más larga es la vida, más solemos encontrar vientos que desconocíamos; hay tantos como remolinos en el mar o corrientes oceánicas. Algunos tienen nombres propios, como el levante, alisio, bora, tramontana o mistral, y siempre moviéndose en las zonas de altas o bajas presiones. A su vez, sobre nuestros litorales interiores se anuncian brisas, remolinos o tormentas tropicales.
Y estos recodos lo empalagamos sobre la cuartilla ante el recuerdo de una isla caribeña y una tormenta, convertida en un suave y acariciador viento costanero.
rnaranco@hotmail.com