El fin de semana repasé nuevamente “Cantos” de Giacomo Leopardi, el bien citado “quejoso de Recanati”.
El trovador venido a sufrir en las orillas del mar Adriático, expresó en la elegía “El sábado en la aldea”, el regocijo de ese día de descanso, pues el domingo, aún siendo una jornada de sosiego, es amenazado con el inminente lunes.
En palabras de Antonio Alberti, critico literario y estudioso del poeta, el sábado es “una pausa feliz en medio de un trajín infeliz”. Con ello Leopardi echa por tierra la cultura del trabajo “como estado radiante del hombre”, mientras eleva el ocio creador, reducido a la inactividad por la sociedad, a la cumbre del bienestar.
Tal vez no haría falta decirlo: comparto esa apreciación. Nuestro deseo mayor es no afanar en demasía, pasar el tiempo en aquietada calma, urdir, si tercia y la inspiración ayuda, algún relato, viajar sin mucho zarandeo y escribir estas croniquillas desde las costas del mare nostrum.
Lo de borronear es un decir. Suelo llenar hojas, pero de ahí a expresar una conmoción o tramar ideas para formar un conjunto de matices, hay un despeñadero.
Lo señalo: si de las miles de palabras escritas se salvaguardan un puñado de ellas, presumiblemente sean demasiadas. Todo lo demás son letras tiznadas.
En uno de los ensayos de mi admirado George Steiner, “Muerte de reyes”, se lee lo siguiente:
“Existen tres campos intelectuales; y por lo que sé, solamente tres donde los hombres realizaron importante hazañas antes de la pubertad. Estos son: música, matemáticas y ajedrez”. Cuidado: No aparece la escritura.
Dice el “Premio Príncipe de Asturias en Comunicación y Humanidades” que Mozart compuso música de calidad antes de los ocho años; Kart Friedrich Gauss hacía cálculos complejos y apenas tenía diez años, mientras a los 12, allá en Nueva Orleáns, Paul Morphy vencía a los mejores contrincantes en ajedrez.
Ninguno de esos niños dotados sabía con claridad lo que hacía, era simple energía mental. Computadoras con sangre propia.
La escritura es una forma distinta, un arrebato en que la creación humana converge en un mismo punto, igual al Aleph de Borges, o los castillos de Kafka.
Trazar palabras como vivir, es una ráfaga del espíritu.
Es incontestable - o eso creo - que no se puede en dos octavillas hacer un tratado de existencia, pasión, esperanza y arte, pero uno, escribidor lego en demasiadas materias, desea demostrar que quizás relatar un texto sea una alucinación a causa de la pasión de vivir por encima del olvido que vendrá.
El Miguel de Unamuno expresó: “¿Qué va a ser de nosotros cuando no seamos nada?”.
No obstante, con bizarría, respondemos al mismo Cosmos: ¡hemos vivido!