Un expatriado de oficio

Claro aparece el día en la ciudad de la Valencia mediterránea  en  la  que siguió morando desde nuestra salida de Caracas. Han pasado 7 años en esta orilla tras 40 en Venezuela. Siento  ser un desterrado de profesión y oficio.

La metrópoli  hispánica está brumosa.  Recapacito en el quicio del balcón antes de comenzar estas líneas con el recuerdo de los pueblos y ciudades que han cruzado por nuestra  vida y ahora se hayan  adormecidas en algún rincón de un pliegue de la piel,  esperando de el definitivo celaje que ayude a empujar la pandemia criminal que azota todos los rincones del  planeta.   

 Siempre que poseo ramalazos de una extraña enfermedad que sube como una ventolera fría desde el bajo vientre, me vienen, como viento de secano, sensaciones translúcidas. 

En nuestro  recorrer esquinas, veredas, ríos y miradas de mujer, mentiría si no dijera ahora, en la  presencia inmensa de mi existencia, que muchos de esos recuerdos no los volveré a  acariciar  al ser el pago inapelable de los años. 

La existencia es un cúmulo de acontecimientos que ayudan a forjar nuestra forma de ser. De todo lo que ha pasando por nuestro lado nos queda una brizna de aire, un escozor en el cuerpo que el tiempo ayuda a disipar y solamente nos deja generosamente, nítidos y casi palpables, los momentos buenos. 

No es una ardid: nos acordamos más y mejor de los sucesos agradables que de los maléficos.

 Caminar con un rencor clavado en el ánimo debe ser una condenación. El amor,  igual al odio, debe tener un tiempo fijo. De lo contrario se desagua y es como una podredumbre pegada en la piel, pero, si hay que escoger, me quedaría con la querencia, aunque mortifique.

  A tal causa, es bien sabido que no debemos volver dos veces al mismo sitio, me refiero donde hemos sembrado la cadencia y una mano, casi inocente y generosa, sin saber lo que hacía, la cortó. En mi pueblo, aquel enclavado entre un pliegue del mar Cantábrico, hay una copla reflejo de lo dicho:

Calle de no he de volver, / copla de vuelvo contigo. / No he tenido otro castigo / que no quererte querer.

¿En qué ciudad  se levantaba aquel palacio cubierto de enredaderas en el que se asomaba un rostro de mujer  y nos lanzó una sonrisa cuando cruzamos la calle y,  al intentar  verla mejor, cerró la ventana? ¿En Porlamar, Caracas o Sevilla? No, creemos que haya sido en la isla de  Capri, bajando el promontorio hacia la Torre de Tiberio. Pero no estamos seguros. 

¿Quizás  en Belgrado saliendo del Hotel Metrópoli y doblando una callecita inclinada que baja al río Seba, donde el Danubio lo abraza y se funden en perennidad? La escena la mantengo  activa en la mente, tanto, que si alzara la mano la podría tocarla, pero no sé exactamente en que lugar ocurrió.    Tal vez no sucedió nunca y es una invención tardía. 

Hay un instante en  la existencia que es mejor no viajar, soltar las alforjas y rumiar tenuemente, sin prisa, los momentos vividos  ya lejanos.  Es indudable.   Se vive de muchas maneras pero se recuerda modulando:

Arroyo no corras tanto / mira que no eres eterno; / llega el verano y te gasta lo que te dio el invierno.

En el amor y en el río nadie se baña dos veces. El primer apego, fresco y  puro, no vuelve más. Quizás nos consuele el  arribo de otros, pero no tendrán la armonía de aquél suspiro primerizo.

 Con el agua del arroyo - la vida - sucede  lo mismo. La primera vez que te humedeces en ella es la dulzura de lo prohibido, más tarde todo se vuelve repetitivo, revelándose en matices la existencia que nos va hiriendo sobre los pasos del tiempo envejecido.



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