Estos últimos días he convivido con la llamada fiebre de heno disipada por los vericuetos de la piel. Lo bueno de la edad es que uno aprende a conocer los padecimientos del propio cuerpo, los trata con remedios caseros y los lleva con resignación.
“Es la vejez” se dice uno, y esa circunstancia se asimila estoicamente, al ser la inexorable cuota que pagamos por haber nacido. George Steiner lo llamaría “nostalgia del absoluto”, mientras Margarita Yourcenar, observando al médico alquimista del siglo XVI, Zenón, a punto de suicidarse en “Opus nigrum”, reconocería que el tiempo es el único gran escultor, siendo nosotros la piedra donde moldea, con martillo y cincel, los recovecos del espíritu.
Uno suele vivir de diversas formas, pero siempre aferrado, como la hiedra en las altas tapias, del pasado que, como nosotros, también fenece; pero solamente recordando o tarareando una caduca melodía, la existencia guarda ramalazos de anhelos perdurables.
En nuestra lejana infancia, no había clase en la escuela los fines de semana, solamente una sesión cultural y entretenidos juegos. Eran sin duda tiempos de una Arcadia feliz.
En las tardes, al campo. Se llegaba a los prados y colinas por un estrecho camino de robles, encinas, castaños, cipreses y todo sobre un valle inclinado de alta hierba donde pareciera que la sinfonía de la naturaleza se guarnecía entre sus espadañas.
Se escuchaba el canto del mirlo, el cuco, la paloma torcaz, el sonido monótono de la cigarra al compás del grillo y el muchachuelo de entonces, travieso como cabrilla montuna, corría detrás de mariposas, saltamontes y gorriones de casero vuelo.
Al transcurrir el tiempo ineludible, una pena honda acorrala el alma, y pensamos en esos días idos. Y uno, como Gabriel y Galán, el poeta extremeño, exclama: “¿Somos los hombres de hoy aquellos niños de ayer?”
La existencia nos ha ido colocando en su momento preciso ilusiones y querencias. Después, a una velocidad endemoniada, crecieron a nuestro lado espinas, frondosos cardos, nostalgias del espacio marchitado y doloras a raudales.
Habiendo cruzado ya con creces el epicentro de la vida y comenzando a pesarnos el sentido certero del camino, solemos leer con avidez todo folleto sobre la posibilidad de hacer frente a las enfermedades de los años, y al lado de los libros de cabecera en la repisa de la cama, hay el Manual de Remedios Caseros, anunciado de una forma sugestiva, aunque falaz: “Más de 1.000 maneras de curarse uno mismo”.
Ignoro lo que diría Paracelso, pero él también dejó por un tiempo la medicina clásica, y comenzó a sacar de apiñadas vasijas de barro remedios recomendados por la sabiduría popular.
El deporte, la alimentación adecuada y una vida tranquila, aseguran la longevidad, aunque menos de lo que nos gustaría a todos, y es que según la genética, “nosotros no estamos intentando encontrar la fuente de la eterna juventud. Solo deseamos hallar la forma de envejecer bien”.
Y así, entre pensamientos de infancia y sabores de madurez ya cobijada en uno, hemos hecho el único ejercicio que en verdad sabemos realizar sin equivocarnos: recordar el pasado.