Entre lo perverso que tiene el Coronavirus, hay algo que ayuda durante el encierro: leer. Las obras que forman parte de nuestra corta biblioteca son ahora de gran ayuda.
Uno de de esos libros +es una antología poética de la colección Visor, esa editorial que tanto hizo, y sigue haciendo, por la poesía. La selección arropa los versos del poeta turco Nazim Hikmet.
Relatar su historia - un camino de cárceles y destierros – es describir la naturaleza de un poeta torrencial en los 41 años de su vida.
Había nacido en Salónica en 1902, ciudad hoy griega, entonces turca. Apenas con 18 años se marchó a Moscú a estudiar Ciencias Políticas y confrontó los vapores con sabor a pólvora de los primeros gritos revolucionarios que culminarían con el domingo sangriento de San Petersburgo y el motín del acorazado “Potemkin”, una mecha que acarreó la pavura comunista.
Rusia siempre fue en Nazim el cobijo de su permanente exilio, allí encontraría la muerte en 1931, tras haber escapado de años de presidios sobre las aguas del Bósforo.
Una antología con selección, traducción y prólogo, corrió a cargo de Soliman Salom, abriéndonos un Nazim cuya abolengo era coraje fusionado a la herencia de la tradición poética otomana, tanto para el hombre de hoy, como en los antiguos verso del “Diván” persa, al existir en ella una forma digna de expiración mahometana.
Fuera de Turquía, habríamos de arroparnos en Vladimir Mayakovski a fin de conseguir la compresión hacia la desolada multitud humana.
Bien se pudiera decir que Nazim, sus huesos y carne, formaron una unión consumada desde el mismo día en que llegó a la tierra para convertirse en un portentoso vendaval defensor de todo los adoloridos, aquellos con hambre de justicia, hogaza y equidad.
El que haya leído alguna vez las estrofas “Las pupilas de los hambrientos”, se habrá estremecido hasta volverse la saliva dolor:
“No son unos pocos / no son tampoco cinco, diez: / treinta millones de hambrientos / son los nuestros”.
Y tenía cordura: los pordioseros, cada solitario – los tuyos y los míos – los de todos, son más gotas de agua que todos los océanos salitrosos.
“¡Es inmenso nuestro dolor! ¡Inmenso, inmenso!”, gritaba a las corrientes del Bósforo mientras veía llorar a los derviches una tarde acanalada en las murallas de Adrianópolis.
Cada uno de nosotros deberíamos de leer, aún si fuera una sola vez, los poemas de Nazin Hikmet, mientras vemos cruzar a un cortejo de jenízaros camino de guarnecerse a la sombra de los seis almenares puntiagudos de la anublada mezquita del sultán Ahmet, en el momento mismo en que el mariscal general Mustafá Kemal Ataturk, primer presidente de Turquía, introduce la modernidad sobre Gálata, el barrio más babélico de Estambul, descrito admirablemente en la actualidad por la pluma del Premio Nobel Orhan Pamuk.
Nazim, que pasó la mayor parte de su vida en penales, nos dejó dicho:
“Has de saber morir por los hombres, / y además por hombres que quizá nunca viste, / y además sin que nadie te obligue a hacerlo, / y además sabiendo que la cosa más real y bella es vivir”.
Y así, en ese rincón de marcada estirpe sunita, que va de Asia occidental a la Europa oriental forjando uniones con los antiguos imperios romanos, bizantinos y otomanos, las estrofas de Nazim Hikmet son, cada una de ellas, un aire de justicia que ansían los afligidos del mundo en cuyo anhelado espejo debemos mirarnos:
No son sólo unos pocos, / no son tampoco cinco, diez: / treinta millones de hambrientos / son los nuestros.