En los años 50 del pasado siglo, docenas de asturianos y de otras provincias, en su mayor parte gallegos y canarios, llegaron al puerto de La Guaira en Venezuela, tras cruzar el mar océano y llegar, en palabras de Cristóbal Colón, “a una tierra de gracia”.
Fueron épocas pletóricas a recuento del trabajo abundante para la mano de obra en los tiempos en que el general Marcos Pérez Jiménez asumía planes faraónicos para hacer del país un emporio del progreso.
Venezuela era entonces campo abierto para la esperanza, y en ella los inmigrantes - sin renegar del lar de sus mayores - asumieron un nuevo terruño floreciente y generoso.
Si hoy se recorren los pueblos del Principado, Galicia e Islas Canarias, extraño sería no hallar una casona de agraciada mampostería, escuela, fuente, plaza o iglesia, donde no estuviera la magnificencia del hijo del lugar que salió al encuentro de las costas de Macuto saturado de anhelos y, una vez cumplidos, regresó a plantar en el terruño nativo parte de los beneficios de su trabajo.
Es certero. Hoy el lar criollo que recibió a los inmigrantes ha cambiado. El predio de Simón Bolívar, Andrés Bello o Rómulo Gallegos, pasa por uno de los momentos más adversos de su historia republicana; la política, la mala y desdeñable política, ha dejado una nación antaño remanso de prosperidad convertida en una hendedura de pesares.
Lejanas están las palabras del autor de “Doña Bárbara”: “¡Llanura venezolana! ¡Propicia para el esfuerzo, como lo fue para la hazaña, tierra de horizontes abiertos, donde una raza buena, ama, sufre y espera!...”
En esta coyuntura el expatriado regresa apesadumbrado a su tierra chica, y no todos, sino los que pueden hacerlo. La mayoría llegaron al país con apenas 20 años y ya pasan de los 80 abriles. Aquí levantaron una familia, vinieron los hijos, trabajaron duro, formaron un patrimonio lo suficiente para cubrir el regreso. No lo harán. Rumiarán sus cuitas, se envolverán de nostalgia y le contarán a los nietos, una y otra vez, la historia de un barco, “El Begoña”, que un lejano día partió del muelle del puerto asturiano o gallego para comenzar una travesía que partió su vida en dos mitades.
El inolvidable amigo José Manuel Castañón, en su serie de libros “Entre dos orillas”, supo como nadie de qué hablaba. Desgranó la desazón del expatriado, la cubrió de morriña, también de mucho brío, y con una pluma imbuida de pasión, fue creando el abecedario de los hombres y mujeres que llegaron a las costas venezolanas y crearon espacios de progreso en toda Venezuela con pujanza, sudor y anhelos.
No hay estadísticas, no obstante los “indianos” que regresaron ahora de Venezuela, a recuento de la aplastante bancarrota que padece el país, siendo muchos, son menos de los que cabría suponer, y eso, a razón de diversas causas, siendo tal vez la principal el temor a volver y no encontrar el calor que dejaron hace medio siglo atrás.
Y es acertado: en la morada que los llevo al exilio tal vez puedan quedar ascuas, pero el fuego se ha ido apagando, diluyendo por las hendiduras de la distancia hasta dejar un vacío impávido y desolado.
Intenciones para retornar no faltan, pero es arduo comenzar de cero. En la película de José Luis Garci “Volver a empezar”, la vuelta se hace, en la mayoría de las veces, un manojo de espinas. El camino a emprender es espinoso y la fuerza, con la edad, ha menguado.
Cuantiosos expatriados asturianos semejantes al escribidor de estas líneas, tenían la esperanza de poder dividir su querencia en dos mitades. Una vez jubilados, pasar los veranos en su rincón de origen y regresar a Venezuela con los primeros fríos anunciados. No ha podido ser. La ilusión, en muchos de ellos, se hizo añicos.
El retorno al encuentro de los anhelos lejanos, es un espejo cóncavo en las estribaciones del alma.