Sin el vino, el queso estaría huérfano, le faltaría el complemento, el compañero de viaje. Aún así no hay contrariedad: en Francia, esa separación, igual que en Asturias, sería imposible.
Lo pudo decir muy claramente de una forma exquisita la escritora Colette, o la siempre recordada por nosotros Ana del Valle, la poetisa avilesina que además de escribir con una gracia muy sutil, saboreaba quesos cremosos y bebía un limpio vino blanco, con la misma facilidad que amaba a los gatos y sentía una sincera amistad por quien estas líneas escribe.
Con Ana he asumido un aprecio hermoso. Hablaba con ella casi todos los días en su vivienda de la calle Galiana. En ese tiempo mi persona trabajaba en “La Voz de Avilés”, instalada en la calle La Ferrería.
Tras mi primer viaje a París – contarlo completo sería rocambolesco - mantuve un amplio diálogo con ella, narrándole ese mundo que al joven de entonces le parecía una pasmosa alucinación.
Le relaté a Ana del Valle una larga historia. Por ejemplo, que cierta ocasión en que un prefecto de París ordenó, allá por el año 1786, trasladar los huesos de los cementerios de la ciudad a las profundas canteras de Denfert-Rochereau (donde se cultivan, por ciento, los mejores champiñones de toda la campiña parisina), los catáfilos de Montmartre, Poisonniére y Saint Lazare, comenzaron a reunirse cada noche en las profundidades de aquellas criptas para celebrar alegres misas negras y ofrecer conciertos con las partituras de los mejores compositores de la época. También comer y beber de lo lindo.
Algunos de los mejores caldos y quesos del país fueron consagrados a la luz de palmatorias en la Rotonda de las Tibias o la capilla de la Pasión, donde una columna toda compuesta de huesos humanos, servía como pagano tótem de esas ceremonias gastronómicas con un toque de religiosidad libertaria.
Pero claro, los restaurantes de Francia, aún los que hay en los propios camposantos, son mucho más que simples locales para el buen comer y mejor beber, pues representan la esencia y la forma de vivir de una nación que halló en el paladar una forma de unir el espíritu con los placeres de la buena mesa.
El pueblo francés ha sido el único del mundo que hizo una revolución para sacar a los cocineros de los palacios y obligarles a abrir establecimientos para el pueblo soberano.
Debemos decir que el galo suele ir a la mesa revestido de sacrosanto espíritu, pero con la salvedad de hacerlo muy de su agrado, ya que comer o beber no es una necesidad para él, sino un deber casi patriótico.
Vinos, lo mismo que quesos, uno ignora cuántos hay en Francia. De los primeros, posiblemente docenas de marcas; de los segundos, más de cuatrocientas variedades. Elaborados con leche de vaca, oveja o cabra, cubren como una alfombra cada rincón de la variada geografía del país de los Capetos.
Hay quesos con historias asombrosas, como el llamado “Brie”, originario de Ile-de-France. Preparado con leche entera y de curación rápida, tiene una corteza rojiza y un sabor a avellana verde.
Ya en tiempos de Talleyrand, el canciller de Napoleón, esa exquisitez fue elegida - o mejor dicho, coronada por una corte de expertos - como el rey de los quesos. A su lado, como delfines, el Camembert, los Roquefort, el picante y oloroso Epoisses, mientras el Cantal, ya mencionado en sus crónicas por Flinio El Viejo, mantiene en alto el estandarte de la flor de lis por ser el más anciano de todos.
Ana del Valle, envuelta en aquella dulzura que poseía, se asombraba de mis relatos en esa casita avilesina que fue todo su mundo de versos angelicales.
Trascurrió un largo tiempo de nuestros encuentros, más de media vida, pero mi remembranza hacia ella sigue indemne.