El principio de igualdad ante la ley proclamado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y recogido por nuestra Constitución está de actualidad con ocasión del desilusionante episodio que nos está haciendo digerir el Rey Emérito fruto de su poca edificante conducta en los dos ámbitos más frágiles de la especie humana: el sexo y el dinero; tanto monta, monta tanto.
Ni qué decir tiene que este principio ha adquirido tintes dramáticos a partir de la intervención de la Presidenta de la Comunidad de Madrid en el Parlamento autonómico, con ocasión del procedimiento de regularización fiscal de Juan Carlos I, en la que sostuvo que «no todos somos iguales ante la ley».
Las palabras de Ayuso han hecho que la prensa subvencionada se le echara encima y le dirigiera todo tipo de acusaciones. En este país, decir la verdad está penado. No es extraño: tenemos una clase política falsa y mentirosa.
Claro que no todos somos iguales ante la ley, y no lo somos porque las leyes no tratan igual a todo el mundo, como, por otra parte, debe ser, porque el principio de igualdad consiste, precisamente, en tratar desigualmente a los desiguales.
Ocurre, sin embargo, que hay tratos desiguales que hacen chirriar los goznes del estado de derecho y entrañan atentados al principio de igualdad difícilmente compatibles con una sociedad democrática.
No es la primera vez que aludo a este tema, aunque con poco éxito. Los mismos políticos que se rasgan las vestiduras con las palabras de Ayuso eluden tributar a la Hacienda pública por todos sus ingresos valiéndose para ello del artículo 17.2.b) de la Ley 35/2006, de 28 de noviembre, del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas con la mera operación de calificar como gastos de viaje y desplazamiento auténticos rendimientos del trabajo personal.
Esto así, tributar o no al fisco se convierte en un mero problema semántico.
¡Qué decir de los aforamientos! El aforamiento, corolario de la inmunidad, consiste en que el parlamentario al que se le imputa un hecho punible no va a ser juzgado por el juez ordinario que le correspondería en función del lugar de comisión del delito, sino por un tribunal distinto superior, la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo o la Sala de lo Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia respectivo, según se trate de parlamentarios nacionales o autonómicos.
Es obvio que un tribunal colegiado es más fiable que un juez individual.
Son muchos más ejemplos los que podríamos traer a colación, pero para qué. Ya dijo Balzac: «La igualdad tal vez sea un derecho, pero no hay poder humano que alcance jamás a convertirla en hecho».