En el tiempo que Paul Bowles coexistía en Tánger, fue el sumo sacerdote de una religión cuya piedra de los sacrificios tenía incrustada la carne de un joven de piel canela y un mar de venas pasionales en las que el escritor bebía hasta embriagarse.
Lo mismo hicieron Allen Ginsberg, Tennessee Williams, Cecil Beaton, Gore Vidal, Truman Capote y Haro Ibars, yendo al encuentro de las vaporosas alucinaciones del al-Maghreb.
Sería un desliz decir que la ciudad es lujuriosa en sí misma. Se sabe que algunos de esos escritores, artistas o simples vividores, llegaron a ella en busca de droga y efebos en flor, pero poco después se enamoraron de la ciudad del estrecho y crearon admirables remembranzas literarias.
Si el viajero desea conocer una parte de su historia, sería suficiente acudir al antiguo museo de la Delegación Americana, al final de una zona rayando en lo inmoral y uno de los lugares más pobres de la Medina, en la llamada calle Es Siaghin.
La mansión contiene retazos de finales del siglo XVII, y en sus salas, cuidadas durante nuestra visita por Thor H. Kuniholm, un profesor norteamericano que hizo de cicerone, se localizan pinturas, grabados, fotografías, esculturas, litografías y recuerdos de aquellos creadores - Paul Bowles dispuso de una habitación para él solo - que hicieron de Marruecos, y especialmente de esta zona del Rif, la expresión del arte envuelto en fogosidad desmedida.
En la metrópoli predomina el castellano sobre el francés. “Hola, buenos días” se escucha más que “Bon jour” hasta en las angostas callecitas de la Medina, el terminal de autobuses, y en cualquiera de las tiendas o cafés del boulevard Pasteur, lugar en que la gente se limita a una sola cosa: observarse unos a otros. Es el pasatiempo preferido.
Ver y ser visto forma parte de la esencia de la urbe. Durante años, siendo ciudad internacional, una de las formas de sobrevivir era el espionaje, un trabajo bien remunerado por los gobiernos aliados cuyos representantes moraban en la ciudad.
Finalizado el conflicto bélico ese “juego” terminó, permaneciendo por un tiempo el ambiente con su carácter mundano y en la actualidad más sereno.
En la ciudadela - lugar cosmopolita - es fácil que todos se conozcan, y si llega un extraño, pasa a engrosar la nota inconfundible del correveidile burlesco, aunque inofensivo.
Y es que en Tánger - lo mismo sucede en que cada rincón de Marruecos - la existencia moderna se aviene con el añejo pasado.