Del último recorrido por las viejas librerías de la Valencia mediterránea, en la que hice parada y fonda, he adquirido varios libros de segunda mano, entre ellos uno tomo de poemas cuyo contenido es una recopilación de autores a quienes el azar y las circunstancias, convirtieron durante algún tiempo en compañeros de viaje.
Los voy recordando mientras los releo con el deseo de expandir mi admiración hacia ellos, a razón de que sus escritos nos han acompañando largos años.
Lo expresó Amiel: “La vida es un tejido de hábitos, y el nuestro es leer con una única intención: no sentirnos vacíos”.
Pero de todos esos poetas del aliento, quien más se acerca a nosotros de forma casi irremediable, es José Agustín Goytisolo, un ser que para los hombres y mujeres de mi generación, formados de migración, aislamiento y crecientes anhelos, era la espina clavada en un corazón repleto de ausencia y pesadumbre.
En un poema llamado “Autobiografía” - cordón umbilical para los seres sin sueños de la posguerra española - Goytisolo hizo el retrato al carbón de nuestras atormentadas almas, y todos, sin excepción, hasta los incrédulos de la palabra, lloramos alguna vez sobre sus estrofas.
El escritor que nos dejó por propia voluntad al alba de los 70 años, comenzó a sentir cómo su vida se volvía un juguete de los vientos y las lluvias perpetuas. Un día, posiblemente ante ese desasosiego cargado de tintes opacos, se fue en peregrinaje a la tumba de Antonio Machado en el cementerio del pueblecito francés de Colliure, cercano a lo frontera con Cataluña.
Estando allí – bajo un cielo grisáceo - cara al rostro de piedra del poeta sevillano, dijo Agustín Goytisolo: “Yo no he venido para llorar sobre tu muerte, sino que alzo mi vaso y brindo por tu claro camino y porque siga tu palabra encendida.”
Retumbó el cielo, rompió a llover, y bajo el cielo del exilio cruzaron pájaros perdidos.
En alguna parte del camposanto, entre los tilos en flor, los cipreses erguidos, los frutos plumosos de la clemátide y el jugoso saúco, sus amigos de generación Alfonso Costafreda y Gabriel Ferrater, y su admirado Cesare Pavese, lo observaban con enternecedora cadencia.
Había nacido en Cataluña de una familia vasco-cubana; su infancia quedó marcada por la muerte de su madre en la Gran Vía madrileña durante un bombardeo de la aviación franquista. Se llamaba Julia y su nombre quedó proscrito, envuelto en honda soledad, hasta que José Agustín lo recuperó cuando nació su hija. A ella le dedicó el poema “Palabras para Julia” que el cantautor Paco Ibañez popularizó.
En la mañana de estas letras, el cielo sobre la ciudad española de Valencia, el cielo de diciembre amenazaba lluvia, y deseé recordar algunos de los versos marcados para Julia.
La vida es bella, tú verás
como a pesar de los pesares
tendrás amor, tendrás amigos.
Y siempre siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso.