Se cumplen ocho años de haber regresado al predio de mis mayores desde las costas del mar Caribe, y en ese sello sobre la piel se totalizan 35 años en Hispanoamérica.
Una vez ya convertido en indiano, al ser humano solamente se le permite destapar el frasco que mezcla las esperanzas con gotas de agua de rosas, ese calmante que los pueblos árabes dan a los enfermos del alma cercados de melancolía.
Nuevamente hay que comenzar a caminar de nuevo, a sabiendas de ya somos de ninguna parte. La existencia se ha partido entre una orilla y otra.
La tierra de la niñez y juventud, alcahueta de nuestros primeros requiebros sobre la vida, sigue extendida en cauces con raíces de olivos, jaras, madroños, alcornoques, manzanos, olivos, almendros en flor y olmos solitarios, mientras la copla aventada cual sementera, expande las alegrías y las funestas ansiedades entre la sonrisa y el canto del huerto familiar.
Sobre la tierra materna sale un ronroneo, la mirada en la ex novia tras la celosía, el gorrión herido en el regazo de un cuenco palmario, un adiós, una palabra de más, la navaja abierta, ciertas heridas o el olvido tornado en pesadumbre.
Sabido es que un ramalazo en la península ibérica es parejo al retumbo de las garzas en los morichales de las orillas del Orinoco: un alborozo dulzón, no un desgarro.
Aquí y allí veneran a sus ídolos y a la vez se siente el placer de la melodía que se puede uncir al yugo arrabalero del tango, el flamenco y el joropo: Los tres forman de una vibración apesadumbrada que se canta.
¿Quién de nosotros en la emigración no ha lagrimeado al oír “Falsa moneda”, “Buenos Aires querido”, “Veinte años”, “Marinero de luces”, “Alma llanera”, “Caballo viejo” y docenas de melodías de los dos continentes?
La copla hispana, con sus historias azarosas, forma parte de la memoria sensitiva del pueblo.
Esa estrofa agridulce va de la “morenita de aceituna” en la voz de Fernando de la Morena, a Enrique Morente – el Picasso del cante- con “Venta Zoraida”, hasta envolver las canciones del venezolano Simón Díaz.
La melodía rasguea, punza, suspira, bailotea, asusta, fluye y se desgarra en hervores sobre tonadilleras con peineta, mantilla, bata de cola policromada y cuerpos picados por asta de novillo asustado
Lo expresó Manuel Machado, hermano de don Antonio, con la sapiencia bendecida del mosto de uvas en las tascas de Sevilla: “Hasta que el pueblo las canta, / las coplas, coplas no son, / y cuando las canta el pueblo, / ya nadie sabe el autor”.
Repaso estas palabras ahora en la pleamar de la playa de Malvarrosa cara al Mediterráneo valenciano, ese mismo piélago en que absorbimos en noches de vino y mañanas de cansancio, días antes de cruzar el gran océano al encuentro de Isla Margarita.
Ya no hay indecisión en nosotros y sí una verdad: hemos sido jóvenes en un tiempo en que apurar la jarra de los afanes era lo único posible ante la adversidad.
Sin aprensión alguna, llegó el tiempo de mantener suelta la utopía en la cavidad del corazón, el mismo que se ha ido engrandeciendo en las orillas del Cantábrico, el Mediterráneo y el Caribe.
Tres contraseñas inequívocas de haber vivido con marcadas reminiscencias en la piel.