Luz y sombra de Maradona

El fútbol, más que otro deporte donde se juega la honra del terruño, es un tratado de  beligerancia bajo la vigilancia de un reglamento inventado por los ingleses, que los franceses pulieron, los alemanes apuntalaron, los italianos bordaron sobre césped, mientras españoles, portugueses y  países nórdicos, le dieron la gracia y el  donaire de un torneo para paliar el desahogo y  las frustraciones  del complicado vivir.

Rompí con el deporte en general media vida atrás. Ni lo práctico ni lo suelo ver; soy, en ese aspecto,  un desdibujado. Solamente de tarde en tarde, cuando me asomo al balcón de mi lejana niñez, me veo correteando sobre un campo desnivelado de tierra con otros muchachos, tras una pelota prensada de papel, enfrascados en un  partido que duraba semanas, ya que ensamblábamos  las jugadas en cada recreo del colegio.

 Años después - misterio sin resolver aún – escribí de fútbol en Avilés  sin ver nunca un  encuentro completo, y no lo debía hacer tan mal cuando en cierta ocasión fui premiado por mis croniquillas en Sabugo.

Ante el fallecimiento de Diego Armando Maradona, diré que lo saludé durante  mis largos tiempos en Venezuela. Aconteció en una Cumbre Política en Puerto Ordaz,   entre Hugo Chávez y Fidel Castro a orilla del gran río Orinoco. En eso días, el llamado  “pibe”, “pelusa”, “diegol” o el “barrilete cósmico”, era una estampa endiosada por obra de sus  prodigios en los campos de balompié. 

A Maradona  el fútbol lo abrigó  de laureles, y no tuvo que esperar a morirse  para ser encumbrado en vida. Nunca asimiló el triunfo, se embelesó con la gloria y las adulaciones, dejándose arrastrar sin cortapisas al mundo del mejunje y sus vapores alucinógenos. En eso le faltó aunque fuera un poco de la hombría y dignidad del gran   Pelé. 

Fidel y Chávez lo usaron igual que las autoridades políticas y deportivas de Argentina e Italia, pero nunca lo curaron de sus males hendidos. En la Habana, como antes en Nápoles,  le dejaron hacer  con las drogas y el alcohol. Tuvo amantes a granel, ocho hijos de mujeres distintas y los que aún siguen reclamando su paternidad. 

No era un dios en el sentido mitológico del concepto, pero se acercaba. Los que le han visto jugar con esa habilidad innata para producir goles, lo adoraban y todavía lo seguían  idolatrando, aún siendo un amuleto cuarteado en mil pedazos.

Quien en su juventud haya pateado una pelota de cuero o papel prensado, en campo de tierra, en la esquina de una calle, loma o arrabal, sabrá  con seguridad  el valor de ese buen deporte.

El espectáculo sobre el campo de juego es un conjunto de cualidades, humanas y técnicas, que dará al esparcimiento la dimensión interior apasionada y apasionante por conseguir la meta anhelada.   

 Jorge Luis Borges - escribía en castellano pero pensaba en inglés - al fútbol  lo llamaba “football”, pues  creía expresar con esa palabra, si la decía arrancándola  de su propia raíz,  hasta el mismo movimiento del balón en el aire.   

El autor del relato “El hombre de la esquina rosada”, dijo que lo malo del deporte era la idea de que alguien gane y  alguien pierda y, sobre todo, ver ese hecho suscitando rivalidades despiadadas.  

Al ciego visionario de las letras más sarcásticas y contradictorias jamás escritas, se le podía ver en su juventud acudiendo a presenciar los encuentros del Chacarita Juniors en aquel  Buenos Aires de arrabales, patios de vecindad, el truco, el tango unas veces valeroso y otras sentimental, con la parsimonia y la compostura de un lord, pero cuando llegaba el esférico a sus pies, escuchaba el griterío, la sangre se le subía a borbotones a  la cabeza y la pasión desatada cubría toda su piel de un nuevo ropaje. Y es que Borges jugó al fútbol de la misma forma que hacía  literatura: con el placer  o las emociones  nacidos en ciertos momentos de sublime monomanía.  

rnaranco@hotmail.com



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