Hay una evidente marea de miedo en la sociedad española: a perder el empleo, a la pobreza, al desahucio, al futuro. Pero hay otra también, si no más evidente, no menos poderosa: el asco hacia la política y hacia los políticos, que, si injusta en cuanto generalización, tiene su razón de ser en escándalos, en acciones de pillaje en las cuales unos cuantos han entrado a saco en las arcas públicas.
Es curioso que, además, en muchos de los casos recientes más sonados no hayan sido personas con un cargo político quienes se han comportado de esa forma, sino otras que se encontraban en el entorno de la política. Así, los implicados en el caso Gürtel, en el del Liceu, en los eres de la Junta de Andalucía. En otras ocasiones, han sido políticos que ya no estaban en primera línea del ejercicio público, como los catalanes socialistas y convergentes acusados en la Operación Pretoria. Aquí, en Asturies, han sido procesados funcionarios y empresarios junto con el socialista Riopedre.
En los últimos tiempos, además, ha sido en las cajas de ahorro donde se han producido hechos abochornantes, si no siempre ilegales, sí, en todo caso, de una profunda inmoralidad, que suscita una enorme repugnancia. En la CAM, en CatalunyaCaixa, en Caja Castilla-La Mancha, en Cajasur (con un sacerdote destacado entre los responsables de la ignominia), en Nova Caixa Galicia, un número notable de directivos ha cubierto su despido o su retiro con indemnizaciones o pensiones multimillonarias. Cajas todas ellas, por cierto, que previamente habían sido llevadas a la ruina por la gestión irresponsable y temeraria de esos directivos, y que han tenido que ser reflotadas con dinero de todos.
La opinión pública mayoritaria siente un profundo asco hacia estos hechos y proclama, cuando tiene ocasión, su repudio hacia ellos y, de forma genérica, hacia la política y los políticos que lo han tolerado o alentado o que en ellos han participado. No está tan extendida, sin embargo, la consideración de que no eran ésas entidades guiadas —digámoslo así— «por la concupiscencia y la avidez del capitalismo», sino que eran entidades de fin social (recordar sus orígenes como «montes de piedad» e instituciones pías invita a una risa sardónica), con control y participación de los impositores, los partidos políticos y los sindicatos. Menos aún se ha querido caer en la cuenta de que las políticas de inversión disparatada y de créditos sin garantía que esas cajas vinieron practicando durante tantos años, y que han sido el origen de su ruina (no, naturalmente, del pillaje «legal» de sus directivos), habían sido aplaudidas y alentadas durante décadas por la mayoría de la opinión pública, por los ciudadanos en cuanto tales y en cuanto votantes.
Hace dos semanas señalaba yo aquí la profunda corrupción de los gastos desproporcionados del fútbol y su falta de relación con los ingresos del espectáculo, así como las deudas de los clubes con la Seguridad Social y la Agencia Tributaria, y de qué manera ello corría sin que la opinión pública manifestase, en general, la más mínima incomodidad, sin, ni siquiera, reparar en la disimilitud en el trato que el Estado practica entre los clubes de fútbol y los particulares y las empresas.
Al respecto, por otro lado —y al margen de establecer una comparación que nos debería avergonzar entre lo que hace la NBA cuando los ingresos no cubren los gastos y lo que se hace entre nosotros—, podríamos reflexionar sobre el silencio que ha acompañado las decisiones que el Gobierno ha tomado para apoyar a las televisiones que han firmado contratos disparatados con los equipos de fútbol, lo que, en último término, ha inducido toda esa pillería de excesos económicos e impagos. Así, a fin de paliar el déficit de las compañías de los medios televisivos, el Gobierno de Zapatero eliminó la propaganda en TVE, para aumentar de ese modo la recaudación de las privadas, y, al mismo tiempo, trasladó a los ciudadanos los costos de lo no percibido, tanto a través de los presupuestos del Estado como mediante el incremento de las tasas a las compañías de servicios telefónicos, que, evidentemente, repercuten en los usuarios.
Si a ello añadimos el más del 20% de economía sumergida que existe en España y sumamos la alta evasión fiscal de las rentas que no provienen estrictamente de los salarios, llegaremos a la conclusión de que, si bien es magnífica la hartura de asco que nos sacude ante tanta corrupción pública y ante tamaño pillaje al dinero de todos, de todo lo cual culpamos a la política y los políticos, no estaría mal que mirásemos bajo la superficie de las olas y advirtiésemos cuál es la esencia, el volumen y la potencia de las corrientes submarinas que se hallan debajo, a cuyas componentes todos contribuimos: por acción, por omisión, por silencio, por desidia o por nuestra comprensión hacia lo que hacen los nuestros, los de nuestra facción.