Durante años he sido emigrante,
y conozco lo que es padecer
por llegar a una frontera
El andariego escuchó la historia en Tánger.
Venía de Fez, la más imperial de las ciudades de Marruecos, cruzando campos de roquedales y estrujados palmerales.
La describo tal como la oí en el histórico Hotel Minzah, en cuya pequeña biblioteca aún están dos libros de mis “Cartas a Patricia” depositados allí hace algo más de 28 años.
Tras abandonar su pueblo de Akjoujt, en Mauritania, la joven muchacha cruzó tierra de Marruecos en largos días con sus noches, hasta llegar a la urbe que cuida bajo su “Cielo Protector” a Paul Bowles, siendo allí el último obstáculo para acariciar la ilusión de alcanzar la vieja y próspera Europa.
No pudo lograrlo, naufragó intentando llegar al otro lado del Estrecho de Gibraltar en una chalupa a pocos kilómetros de la costa española.
En medio de las sombras tiznadas, pudo ser rescatada del mar con otros compatriotas. Ahí, en ese instante, la joven contempló que sus afanes de conseguir una existencia mejor para el hijo que protegía en sus entrañas se derrumbaban, y aún así hizo un juramento: No regresaría a los promontorios secos en el lugar de su nacencia, en el que todo es sequedad y la perspectiva de una vida mejor no existe.
En su aldea – recordó - hay una antigua balada que habla de cómo la vida cuando se vuelve doliente, alza el vuelo y se hace nube.
En sus condiciones, fue llevada al hospital y curada de las heridas maceradas. La enfermera la cubrió con un pijama para arropar con él tanta desventura. Del tálamo blanco pasó a un refugio. Tenía miedo, sudaba, y lo que la muchacha y el feto que gateaba en su cuerpo se dijeron en esas horas oscuras, nadie lo sabe. A la mañana, estaba fría, muerta.
A partir de esa alborada, y llevada sobre el viento de nombre tramontano, mistral, siroco y sinuoso jamsín, cruzaría los aledaños donde no hay barreras, aduaneros ni pasaporte, y todo en su contemplación sería un azul envuelto en poesía, sémola y miel. Los dones que da el Profeta a las vírgenes.
Un céfiro venido de las estribaciones lejanas de Mauritania borró los rebaños de nubes, y una brisa llevó en procesión como si de una hurí se tratara, el espíritu de esa niña / mujer cuya ansiedad era llegar a la tierra donde el maná aflora, la leche es abundante y los seres son altos y rubios igual a querubines.
Hace un largo tiempo - tanto que puedo contar las rugosidades de mi piel macerada - en un cuadernillo, hoy perdido, había escrito que yo igualmente he sido hombre sin tierra. Mi espacio interior, el de la expatriación, sigue dentro de mí, siendo esa la raíz de comprender la malaventura de todo emigrante.
La joven de estas líneas ya no acariciará el agua del Mediterráneo; su cuerpo se volvió lucero, estrella del sur, canción de cuna que nos recuerda a las “Nanas de la cebolla” de Miguel Hernández
Ayham, mi amigo tangerino, cuyo significado es “hombre con bravura”, tenía los ojos, cuando narraba aquel desespero, empapados de calina. Conoce bien esas aguas del Estrecho de Gibraltar que rezuman seres desterrados.
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