Uno sale a la ciudad lo necesario desde el pasado 15 de marzo, fecha en que se declaró la emergencia sanitaria de Coronavirus, mientras las largas horas de encierro sirven para hurgar libros que creíamos relegados, rasguear algunas cuartillas y evocar antiguas reminiscencias. Esta semana un texto de Lawrence Durrell sobre la Grecia nos hizo anhelar el viaje que todavía nunca hicimos.
Lo mismo le aconteció a Constantino Kavafis, el poeta neogriego, que nació, vivió y agonizó en la Alejandría, y solamente una vez pudo pisar la Ítaca de sus sueños.
Hace años, en un viaje con escala en Chipre hacia Israel, contemplé de lejos las costas de Creta. Era un día claro, y el aire transparente me ayudaba a acariciar las montañas que se vislumbraban a lo lejos.
Y así penetré en Grecia por la Historia. Recorrí de la mano de Alejandro Magno la fecha del destino más allá de su cenit, hasta la frontera de su última conquista en el mar de Omán. Aquellas costas repletas de pueblecitos blancos vieron, como yo en las páginas de los textos, la llegada de las tribus dorias y más tarde a los sarracenos y los eslavos entrar a través de Epiro hasta cubrir con sus pasos todo el Peloponeso.
Después, con Zeus, surgieron entre la bruma de la ensoñación la dulce Afrodita, el duro Apolo y el sensitivo Dionisos. Detrás los poetas: Yorgos Seferis, Constantino P. Kavafis, Odiseo Elytis y Kostis Palamas.
Sin darnos cuenta todos nos adjudicamos algo de helénicos. En esos dominios de Homero y Jenofonte, germinó una de las cualidades que hizo al hombre universal y más compasivo: el diálogo, la cháchara, el coloquio, ya que ahí emergió la filosofía y el humanismo que hoy nos abriga.
Jorge Luis Borges lo enunció mejor al recordarnos que unos quinientos años antes de la venida de Cristo, se elevó en Grecia el magnánimo don que registra la historia universal: el descubrimiento de la conversa, abriendo en ese intervalo todos los senderos posibles para ver alzarse a la humanidad al nivel más preclaro de su intelecto.
El llamado “ciego de Rivadavia”, tras platicar con su coterráneo Domingo Faustino, levantó el más magnánimo tragaluz vivencial cuando supo decirnos:
“Algunos griegos contrajeron, nunca sabremos cómo, la singular costumbre de conversar. Dudaron, persuadieron, disintieron, cambiaron de opinión, aplazaron. Acaso los ayudó su mitología, que era, como el Shinto, un conjunto de fábulas de cosmogonías variables”.
Ahora, al autor de estas líneas, inclinando la mirada al alba de la mañana en la orilla del mar Mediterráneo en la que espero cada día resguardándome de la pandemia cruel, Grecia, levantada en la otra orilla, le sabe a cal y canto sobre baptisterios rodeados de inocencia deslumbradora, mientras en el aire azulino hay olores a menta ensalzando su refulgencia afrodisíaca.
Cierto día, a la sombra de un pino carrasqueño en la playa de El Saler, supimos de la necesidad de acudir a la anhelada Ítaca de Kavafis. Él porta nos había dicho:
“Que siempre Ítaca esté en tu pensamiento.
Llegar ahí es tu destino.
Pero nunca apresures el viaje.