Cada se humano – hombre o mujer - es reflejo de una lucha soterrada, lugar en el que los sensibles a su mismo sexo han quedado atravesados.
En la actualidad hay tolerancia – mejor decir un poco más de justicia - , y aún así “esos comportamientos extraños”, esas llamadas “rarezas de conducta”, siguen siendo en muchas sociedades un anatema.
La doncella de la novela “Mujeres que se aman” de Evelyne Le Garrec, no supe si iba o venía, fue una veleta, una herida sin cicatrizar. En su ambivalencia, el corazón sólo latía ante jovencitas en flor. Lesbos plantó una selva en su alma cuyas raíces la fueron comiendo hacia dentro. La vida para ella, más que una ilusión o un canto mañanero, fue un golpe seco, como si el filo de una navaja le fuera cortando los hilos con los que sostenía su pasión escondida, prohibida en aquella sociedad judeocristiana.
Lo que deseo narrar sucedió hace años, no obstante la existencia son recuerdos agridulces que se van agrupando como arena de secano en las comisuras de la piel y en los recovecos del espíritu.
Algo me decía que necesitaba hablar conmigo, lo sentía en el mover de la sangre en el cuerpo, era como la picazón de una extraña llamada que venía del fondo de las vísceras, allí donde siguen vivas las voces de una niñez entrelazada sobre la carne abierta de una mujer que me alimentó, ayudándome a ser hombre con la propia saliva, ya que la leche de sus pechos se quedó cuajada, hecha requesón de hondas herida a cuenta de de una guerra civil con portones de púas trancados y caminos destrozados.
Remonté la empinada cuesta desde la calle Eulalia Álvarez en el Gijón de mis recuerdos en el Llano del Medio, al cementerio de Ciares de tantos evocaciones y, como si se abriera un ventanal hacia el valle de sinuosos matices, contemplé corretear mi infancia.
Hubo requiebros y palabras sobre tumba de madre. Hablamos largo. Le pregunté por Lucía, la muchacha amante de vientos femeninos. “Se le atragantaron los amores y su carne se volvió sangre de secano”, me dijo.
Sentí congoja, esa joven había sido como el pan amasado en casa, ese cuyo olor inunda el aire e imprime la serena calma del hogar. La doncella había sido una vivencia placentera en aquella calle larga y estrecha donde la vecindad hubiera sido distinta sin su existencia.
Nos enseñó, a los niños del arrabal, el difícil camino de la supervivencia que se abría ante nuestros ojos, y el hombre que hoy soy le debe parte a ese aliento que terminó siendo un álamo amarillo cuyas hojuelas la dejaron sola entre las caracolas de la querencia de los amores imposibles.
Ahora, en el tornasol del recuerdo, y desde aquel callejón en el que se apoyaba la infancia cuarteada, recordé a la mensajera de la estación total que el poeta de Palos de Moguer, Juan Ramón Jiménez, hiciera tan suya:
“Todas las frutas eran de su cuerpo, / las flores todas, de su alma. / Y venía, y venía / entre las hojas verdes, rojas, cobres, / por los caminos todos…”
Madre sintió el apego que sentía por Lucía.
- Un día, hijo, se hizo hálito, se volvió mariposa y debe estar ahora por los acantilados del Sur, lugar en que los promontorios recogen a cada náufrago con heridas en el corazón.
- ¿Te acuerdas de su bondad?
– Cada día. Llevó su sexualidad sáfica afectiva con la dignidad de una princesa jorobada que hubiera terminado siendo la risa de los bufones de la corte. Si alguien supo de sufrimientos, desprecios, soledad y miedos ha sido ella.
El camposanto se hallaba bajo nubes grises, olor a geranios húmedos, sauces adormilados, cipreses y aletargados, mientras envuelta en luz y sombra, se espacia una túnica nívea sobre un cuerpo roto, una Safo-Lucía que fue santa, virgen y mártir.
En alguna parte sobre el mar de la Isla de Lesbos, hoy refugio de dolientes emigrantes, Safo, el “gorrión de un lecho de rosas”, tendrá a Lucía unida a la rubia Elena, tan apasionadas y delicadas las dos sobre un manto de enredaderas en flor.