La COVID-19 no solo provoca muertes y caos económico; también ha venido a modificar las pautas de actuación en la Administración pública imponiendo la cita previa para realizar cualquier trámite, con independencia de su importancia o premura.
He sido testigo directo de dos hechos que me han dejado seriamente preocupado y me mueven a realizar estas reflexiones.
En el primer caso, desarrollado en la oficina comarcal de una Consejería, un ciudadano, que se había desplazado desde su lugar de residencia, situado a veinticinco kilómetros, se persona a las diez horas en la oficina en cuestión al objeto de presentar un escrito en el registro en un procedimiento cuyo plazo finalizaba precisamente ese mismo día.
En la oficina que nos ocupa se encontraba solamente una funcionaria y no había ningún administrado excepto el protagonista de nuestra historia.
Cuando el ciudadano le pide a la funcionaria que le registre el escrito que portaba, esta le contesta que tiene que pedir cita previa. Al ser advertida de que era el último día del plazo, le dice que, aun así, debe pedirla y que tratará de dársela a lo largo de la mañana.
Efectuada la llamada telefónica al número facilitado, se le convoca para las doce horas y treinta minutos de ese mismo día. Dos horas y media de espera sin justificación alguna. Repetimos que en las dependencias públicas no había nadie y que registrar un escrito es tarea que consume medio minuto.
El segundo episodio se desarrolló en el registro general de la Administración autonómica: un contribuyente, que había pedido cita previa, se retrasa cinco minutos sobre el horario previsto y es obligado a solicitar nueva cita que se le da para dos días más tarde. En este caso no había problemas de plazo.
Dos problemas planean sobre esta práctica perversa.
Primero, de legalidad: el administrado pierde la competencia sobre los plazos que, hasta ahora, controlaba.
Segundo, práctico: se fomenta la vagancia consustancial a un buen número de funcionarios que no solo han hecho de la función pública su medio de vida (finalidad legítima), sino que ven al administrado no como el cliente que les paga a través de sus impuestos, sino como una molestia, como un incordio.
Estos funcionarios, que son la auténtica lacra del servicio público, secuencian y planifican su trabajo en intervalos horarios convenientes a sus particulares intereses, y en modo alguno están dispuestos a que nadie los perturbe, negándose de plano a flexibilizar sus pautas de actuación para acomodarlas a las necesidades de los administrados.
Lo dije en otras ocasiones: debemos reflexionar sobre el alcance de la inamovilidad; estamos alimentando el pasotismo y el desinterés.
La burocracia cada vez se parece más a una maquinaria gigantesca manejada por pigmeos sin ganas de trabajar.