El hecho que tuvo lugar en Nueva York el 11 de septiembre de 2001, hace ahora 19 años, demostró que todo grupo político-religioso pueden realizar operaciones fanática que en un pocas horas llega a hincar de rodillas a la nación más pujante del planeta.
El acaecimiento apocalíptico en el bajo Manhattan contra las emblemáticas “Torres Gemelas” y que dejó una cifra pavorosa de fallecido y grandes perdidas económicas, ha sido una acción de la que ningún país estaba preparado para enfrentase a ella.
Conocí la urbe pisando sus cuadras, camuflado entre el vapor de los conductores subterráneos y los resplandores grises y amarillos de esas fachadas rasgadas de un melancólico Art Déco que deja espuma de arcos iris en la mirada.
En aquel Manhattan comenzaba el otoño.
Se notará con las primeras hojuelas heladas que comenzaban a caer y en las aguas del río Hudson reflejando una patina color barro.
Con suavidad llegaba la niebla a los altos edificios que desaparecían bajo esa sábana de algodón. Mientras eso sucedía en avenidas y calles, en las arboledas del Central Park, la tórtola triste, el diminuto gorrión, el arrendajo azul y los patos silvestres, el ánade y la malvasía cariblanca, aves que no emigran en ninguna época del año, se preparaban a trenzar sus nidos entre las ramas de los magnolios y cerezos mustios.
Sentado en un banco cercano al Greal Lawx, John Dos Passos había escrito en un cuadernillo de páginas verdosas que le regalaba permanentemente un librero instalado en el vergel: “... las grandes burbujas del crepúsculo que ascienden desde la hierba... se inflan entre las grandes casas grises como dientes muertos, alrededor del parque, y estallan en el índigo cielo”.
Henry Miller matizó la urbe en beneficiosas palabras: “Nueva York... rascacielos, comida, carteles, trabajo, crímenes, amores... Una ciudad entera construida sobre un pozo abierto en la nada”.
Uno comenzó a tener una somera idea de Nueva York tras las películas en blanco y negro con policías y gángsteres cuyo final siempre finalizaba difuminado sobre Broadway o un cuarto deprimente en la calle 42, en el que su única ventana daba sobre un anunció de whisky, mientras el protagonista concluía besando los carnosos labios de una mujer con cabellos rubio platino.
Al final estaba la fantasía que nunca hemos visto realizada y que consentía, tras haber leído mucha literatura nacida en la ciudad, un paseo arrabalero entre los Algonquin o el St. Regis en pos de las sombras y las graciosas conquistas de Andy Warhol, Gore Vidal, Truman Capote o Monty Cliff.
Al final de recorrido nos enredamos entre las palabras de Le Corbusier, cuya arquitectura, sin saberlo uno hasta años más tarde, fue pura creación manhattiana: El expresó algo esplendorosamente dicho: “Cien veces he pensado que Nueva York es una catástrofe, y cincuenta veces que es una bella catástrofe”.
Dos veces he subido al World Tade Center, esas dos torres construidas por el japonés Minuro Yumasaki, el mismo que levantó los planos de las Torres Picasso en Madrid, y el recuerdo de tanto gigantismo aún nos impresiona. Cuando fueron derribadas en abominable acto fanático, uno, como tantos miles de turistas que subimos a ellas, sentimos que algo en nosotros se fragmentaba.
No obstante, haciendo uso de la frase de Giuseppe Tomasi Di Lampedusa en su única y perdurable novela, “El Gatopardo”: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”.
Nueva York, tras su destrucción, regresó sobre su propia altura para seguir recibiendo, a la sombra de la Estatua de la Libertad, a ciudadanos de cada rincón del planeta que anhela sentir que cada utopía se puede hacer realidad en esa urbe.