De remembranzas y éxodos solemos escribir con más quietud al regreso de los caminos trajinados. Cada recuerdo erige un nuevo espacio, siendo entonces cuando el pasado retorna y el escribidor va haciendo las croniquillas de cada día.
A tal razón, entre roquedales, olivos y olmos, uno regresa, como tantas otras ocasiones a Federico García Lorca en el instante de ensalzar su arrebatadora pasión y la genialidad incrustada en cada creación poética.
Lo fusilaron entre hierbajos adormecidos y búhos, en compañía de un sastre y un torero cojo. Nadie apuesta – aún sabiéndose de verdad - si eso es cierto, ya que todo Federico es duende, desgarro, redoble musical y quejidos recónditos.
Expresar que solamente se salvarían una docena de sus versos aflamencados, si se hiciera una lectura desapasionada, al ser lo demás expresiones jocosas simples y llanas, es una falsedad entre odios embetunados sobre raíces cerriles y baldías.
Federico personifica la poesía vivencial de una España con rostro enfebrecido y la destemplanza embetunada recubierta de naranjos agrios. Rafael Alberti lo enunció sobre todos los vientos:
“En esta noche en que el puñal del viento / acuchilla el cadáver del verano, / yo he visto dibujarse en mi aposento / tu rostro oscuro de perfil gitano”.
Siendo jovenzuelo viví en París unos meses. Rozaba los 20 años. Lo hice con un grupo de ilusos – en esos días serlo era existir - llevando la obra “La casa de Bernarda Alba”. Uno formaba parte del coro que no se ve, y aún así estaba presente en el aire el olor a macho en la dramática representación. Eran unas letras altaneras inundadas de apasionamiento. He olvidado a lo largo de esas décadas muchos sucesos, pero no aquellos versos:
“Abrid puertas y ventanas / las que vivís en el pueblo, /el segador pide rosas / para adornar su sobrero”.
En la orilla del Sena, ciudad en la que cada idealista otea el horizonte de sus anhelos, un matrimonio español exilado nos abrigó. En el hogar cercano al cementerio Pere-Lachaise, la familia republicana guardaba libros del poeta granadino incorporados a lo poco que habían podido llevar en su caminata despedazada, partiendo de Barcelona a la frontera con el país galo una vez perdida la guerra fratricida. Días más tarde realizó esa misma expatriación al pueblecito fronterizo de Collioure Antonio Machado con su madre. Ella murió 3 días antes que el autor de “Campos de Castilla”.
“Bernarda Alba” fue la última obra teatral de Lorca. Al consumarla había en el aire un sonido de cigarras y olía a hierbabuena.
El texto, sintetizado en cinco hermanas, es un ramalazo carnal que perfora los muslos de las hembras. La madre – guardiana de sus honras - lo expresa al impedir de cuajo que penetre en ellas una gota de sudor varonil:
"En ocho años que dure el duelo, no ha de entrar en esta casa el viento de la calle".
No lo pudo conseguir. Era insostenible cortar de cuajo la fogosidad lasciva.
La virginidad enloquecedora de amor encendido, entregada y consentida de Adela, la hija pequeña de Bernarda, coaguló la honra bajo los olivares y el herbaje seco, mientras un toro cetrino arremetía contra una luna inmensa yaciendo a esa hora de maitines conventuales sobre la calma de agua del riachuelo.
El rumiante de cutícula dura, buscaba coléricamente con sus astas a Pepe el Romano y no lo halló.