Nos hemos habituado a engatusarnos ante el Mediterráneo, ese acopio de agua que envuelve nuestra existencia diaria entre una perenne duermevela esperando el amanecer de cada día.
Sobre ese charco salado de tantas leyendas sentimos los vientos temerarios de levante, el jaloque o siroco y los afligidos nubarrones sobre los manglares de El Saler, paisaje emotivo pintado por Joaquín Sorolla e inmortalizado en las páginas vivenciales de Vicente Blasco Ibáñez en esta Valencia del Cid Campeador en la que hemos encallado.
Con los años aprendimos que no hay historias pequeñas en la cognición humana. Cada uno de los acontecimientos, aún pareciendo insignificantes, integra un todo vivencial, las vidas individuales reflejando el efluvio de una pasión, la pesadumbre de una ausencia o la incertidumbre de un ardor afectivo. Bien es sabido que somos briznas, hálitos desajustados, entelequias tambaleantes.
Saber es más que creer, no obstante, el anodino escribidor que soy se pregunta: ¿Conozco algo basado en una firme certeza?
Cuando la raza humana transitaba desorientada sobre la tierra inexplorada, su instinto mayor era alimentarse, no pasar frío, huir de salvajes animales, procrear al calor de una cueva, y en las noches mirar un inmenso cielo que aún era claro, luminoso, y todo él envuelto en un enigma asombro.
El estudio de la antropología ha revelado que la mayoría de los seres en el principio de la raza humana tenían interiorizado un modelo extremadamente antropocéntrico de Dios. No solamente le daban una figura humana, sino los mismos procesos de discernimiento y motivación que las personas de ese tiempo inmemorial.
En el pensamiento Pentecostés del medioevo, el alma era, en claro concepto de la verdad, la tradición venida de la misma filosofía grecorromana. Ahora hay dudas, y se habla de que en nuestra mente, ese concepto de ‘alma’, es una simple internación de células nerviosas, proyectadas en la parte posterior del córtex cerebral.
Si fuera incuestionable la presunción de que el “espíritu” es una estricta reacción química, y aceptáramos que la promesa de una vida eterna ha sido una artimaña de las religiones, su encaje efervescente nos llevaría a un yermo pavoroso: la raza humana no estaría sola, sino desamparada. Y es que a partir de ahí el ‘homo erectus’, convertido en ‘homo sapiens’, comenzaría a enfrentarse al instante perentorio de su inflexión moral, esas membranas que soportan miedos y frustraciones en el linde del horizonte de la vida. ¿Escalofriante? Mucho más: el propio vacío.
Somos alientos con infinidad de titubeos, y ante esos oteros de la realidad, apoyados en la misma fe del eremita, nos aferramos a la idea de que el espíritu sea el reflejo del universo en expansión, con sus ondas gravitacionales, que tal vez no tuvo principio y que quizás no posea final.
Lo he dicho en otros momentos en que tuve que enfrentarme a mi propio destino: creo en la vida después de nuestro paso por la esencia terrenal.
Titubear es la base de todo ser humano, sobre todo cuando nuestra vida salió de un consomé de materia informe a una temperatura de millones de grados en el que se produjo lo que un astrofísico inglés llamó “Big Bang” – la gran explosión -, es decir el instante en que el calor y la luz, en la cosmología moderna, sitúa la creación del tiempo y a su vez la historia del planeta y de todas las constelaciones existentes.
Ese relámpago extraordinario comenzó con una millonésima de segundo en medio del caos, ya que nada existía antes ni arriba ni abajo. ¿Surgió todo de la nada? Quizás se tarde, pero la ciencia terminará sabiendo lo acontecido a partir de ese estallido inconmensurable.
¿Hay un antes y un después? Indudablemente que sí, ya que la lógica humana, al no disponer de otro soporte, lo admite, pero no lo puede definir, aunque cualquier astrofísico moderno nos hablará de la conveniencia de desconfiar de las extrapolaciones que abundan en demasía sobre nuestra presencia en el Universo.
En mitad de estos pensamientos, seguiremos mirando las olas del Mediterráneo rompiendo sus corrientes en la playa valenciana de Malvarrosa, esas aguas saladas que, al decir de los griegos, son un calmante para el aliento humano.