Ya es llamado – entre algunas interrogantes - el “acuerdo del siglo” y lo acaba de anunciar el presidente Donald Trump: hebreos y palestinos han rubricado un “histórico acuerdo de paz”, entre Israel y Emiratos Árabes Unidos, recogiendo en el primer párrafo un pacto cuya consecuencia se reflejaría en que el Estado judío frenará su plan de anexión de Cisjordania.
Israel, pronuncian los diarios de la región, ocultó la noticia con la esperanza de que sea el primer paso hacia nuevos acuerdos con otros países árabes, aunque informaciones inmediatas señalan “que los palestinos rechazaron la normalización”.
Si la hoja de ruta acordada ahora – y siempre tan deseada - sale adelante, Emiratos será el tercer país árabe en normalizar sus relaciones después de Egipto y Jordania, abriendo así las puertas del golfo Pérsico a Israel.
El cronista, tras varios viajes, conoce esos surcos milenarios, y debido a ello cree saber, en cierta manera, que si alguien desea escribir de la historia del hombre, obligatoriamente, debe venir a estas tierras hebraicas, pues con solo escarbar unos centímetros hallará el pasado tal como era hace cuatro o cinco mil años. Tal vez más.
Toda piedra, retorcido viñedo, guijarro, capitel, ánfora, mosaico o unas simples sandalias de cuero, dicen más que cualquier tratado, epístola o los mismos rollos de Qumrán hallados en varias cuevas del Mar Muerto.
En Israel uno va de la alegría a las lágrimas de la misma forma que deja el desolado Néguev y penetra a los campos floridos entre Nazaret y Haifa. Aquí el agua punzante de los ojos se vuelve tumulto de encanto, de igual manera que se hace florecer el desierto.
Esa la larga y tenaz lucha - en difíciles condiciones adversas – hace del país de los patriarcas un crisol donde a lo largo de los siglos, los hijos de Adán salidos un lejano día de Canaán tomaron posesión de las desoladas lomas de Galilea, para sellar un pacto con Yahvé, el dios único de Abraham.
Pero no tuvieron, desde entonces, un momento de descanso. Hoy, después de siglos de éxodo y llanto, tampoco. Tienen patria, pero no paz, y cambiarían gozosos una cosa por la otra.
Los hebreos, al decir de Jorge Luis Borges, se expresan con la lengua del paraíso, pero aún no han encontrado la palabra eficiente, precisa y certera con la cual puedan decirles a los gentiles que están cansados de ser macerados sin piedad.
Jamás un pueblo ha sufrido tanto, y cada uno de nosotros, de alguna manera, somos participes de ello; por eso para no olvidar hechos recientes y que se han repetido a lo largo de los tiempos como ciclos infernales, la primera visita realizada nada más llegar a Jerusalén, fue, como en otras dos ocasiones, al Yad Vashem, museo de los mártires y héroes del Holocausto.
Siempre, delante de aquellos muros secos, inmensos, silenciosos, se acongoja el alma, pues a medio siglo de la tragedia más cruel de todas, vivimos bajo su sombra, la cual jamás se desvanecerá, pues si lo hiciera enterraríamos para siempre la memoria de seis millones de seres humanos sacrificados por la brutalidad del nazismo.
Se debería dar gracias al cielo porque los judíos de todo el mundo hicieran colosales esfuerzos para mantener viva la llama de ese recuerdo y así no se convirtiera el punzante dolor en viento de secano.
¿Llegará la paz tan deseada en siglos sobre las tierras en las que tantas palabras divinas de amor se han sembrado?